Por: Jimmy García Ferrer
Se levantó de la cama con su piel marmórea como único vestido y me dejó una sonrisa en la almohada antes de levantarse. Quise ir tras de ella pero su olor pesaba tanto sobre mi cuerpo que ni podía ni quería moverme. –Entiérrenme aquí- pensé.
Bebía noche tras noche de la sed de sus labios, indefenso ante tal visión pese a creerme el ser más fuerte compartiendo esa cama, sabía que ella podía vencerme con una simple sonrisa.
Cuando llegó yo solo jugaba a sobrevivir y ahora me agarro a cada haz de vida que desprende aún a riesgo de arder con ella, pero créanme que valdría la pena.
Llegados a este punto es inevitable preguntarse qué ha significado el tiempo que nos ha traído a esta cama, qué ha juntado unos caminos tan distintos, qué extraño fenómeno nos ha cambiado hasta alcanzar el perfecto punto medio de nuestra locura transitoria, de nuestra hambre voraz, de nuestra sapientísima ignorancia. Y la respuesta es tan obvia como imprecisa: Que más da la respuesta mientras estemos en esta cama, con el tiempo como único enemigo.
No he encontrado lugar más dulce donde yacer que en sus ojos, ni más inolvidable que sus piernas, ni he besado nada más sagrado que su sexo, ni he rozado nada más suave que su pelo y aún con todo esto me temo estar ante un espejismo o tal vez frente a una trampa que no quiero evitar.
Entonces la vi volver sobre sus pasos y acercarse al único hogar que compartiríamos en nuestra vida. Se tumbó a mi lado y le confió otra de sus sonrisas a la almohada y su olor volvió a apresarme, como cadenas de una dulzura ignota. Depositó un dulce beso en mis labios y acto seguido preguntó en qué pensaba. Me miró y pude hablar, pero decidí callar una vez más.
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