Una lluviosa mañana de septiembre Ernesto empieza a andar hacia atrás. Y en pocas semanas de práctica lo tiene dominado. Es cómico contemplar cómo ese tirillas adolescente, con su nariz picuda y el flequillo bailando, va de espaldas a todas partes.
Cómico y admirable, pues se le da muy bien. Claro que, por precaución, mira algunas veces por encima del hombro. Pero su velocidad es la de cualquiera que camine normal.
Verle doblar una esquina, esquivar un perrito o subir y bajar bordillos es todo un espectáculo.
En pocos meses obtiene fama en el barrio. El chico que anda hacia atrás.
Una tarde, incluso, sale en un programa de televisión. ¿Por qué lo hace? ¿Quiere ser popular? ¿Hay detrás algún trauma o desengaño? ¿Protesta contra algo?
Ernesto siempre responde lo mismo:
—Quiero darle la vuelta al tiempo.
Pero, ¿cómo? ¿Andando hacia atrás?, se extrañan o mofan todos.
Ernesto mejora día a día. No deja de caminar hacia atrás. Y lo perfecciona tanto que…
… Sucede un viernes de invierno. La gente que ya se había levantado vuelve a meterse en la cama. Cigarrillos apagados que se vuelven a encender. El autobús que va a las afueras ya no va, vuelve marcha atrás. Y la señora Gallardo se toma la pastilla roja antes que la azul.
Todo se deshace en el sentido de las agujas del reloj, que ahora giran al revés. Y todos, absolutamente todos, caminan hacia atrás.
Ernesto está satisfecho, muy feliz. Lo ha logrado. Y ahora debe seguir así, a contratiempo, durante todas esas horas, esos días, esos meses revueltos, hasta que, al fin, llegue justo donde él quiere, al 3 de septiembre de 2014. Entonces dejará de caminar hacia atrás. Se parará, le dará un beso a su madre y le dirá que, esa mañana, de ninguna manera coja el coche para ir a trabajar.
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