Me esperaban con impaciencia, era mi tarde de gloria, con la que había soñado desde hacía años y no podía dejar nada al azar. Detalle tras detalle, sin olvidar mi perspicacia y mi encanto, fui hilvanando mi intervención para bordar las palabras y mi prestancia. El esfuerzo se veía recompensado con aquella invitación y no pensaba desaprovecharla.
Mi mejor traje preparado para la ocasión, además de una espectacular sonrisa y mi aplomo, que fueron concienzudamente aleccionados para acometer el acto al que había sido convocado. Todo un acontecimiento que marcaría aquella fecha en el calendario. Pero nada sale como planeamos y las escurridizas piedras aparecen cuando menos te lo esperas. De nada sirve persignarse ni suplicar al cielo: cuando el destino se tuerce ante tus narices, no tienes escapatoria.
Yo, inocente e incauto, sin imaginarme lo que mi ventura se guardaba en la manga, me maqueaba a conciencia para impresionar a los presentes, ansiosos por el acto. Un nudo elegante en la corbata, lustre en mis zapatos y un nuevo perfume, regalo de mi esposa. Todo dispuesto para triunfar pero, como no somos dioses, no podemos manejar los elementos a nuestro antojo y es ahí donde mis previsiones fallaron.
Llegué al sitio señalado con el ímpetu de un chaval de quince años que pretende impresionar a una muchacha de buen ver, con su porte y gallardía. Bajé del coche con el entusiasmo apropiado y saludé a la comitiva organizadora que me esperaba a las puertas del auditorio, luciendo sus mejores gestos. Buenas caras, trato exquisito y un cruel destello de amargura bajo el dintel de la puerta de mis desvelos. Los augurios estaban escritos y no habría deidad que lo impidiera.
Apretones de mano, de firme convicción, desentrañaban los pormenores de unos fastos indeseables pero necesarios. Todo estaba preparado para la función y el protagonista se encontraba a punto de entrar en escena.
Me sentía enormemente afortunado con aquel recibimiento. La comitiva abría paso y me escoltaba convenientemente, como si fuese un galán de cine que estaba dispuesto a realizar su rueda de prensa tras el estreno de su película. Agasajo, prebendas y unos rostros ilusionados. Todo parecía en su sitio pero la rueda de la fortuna, en aquel preciso instante, dejó de girar para mi.
Aquel maldito escalón iba a jugar un papel crucial en el devenir de los tiempos. Mirando hacia el frente, con mi mejor cara, no me percaté de aquel elemento invasor, macabro borde de mármol que izaría para siempre los rescoldos de mis lamentos.
Con el ímpetu que me caracteriza, y pretendiendo entrar con el pie derecho, tropecé de mala manera con aquel peldaño impertinente y todo se desboronó a mi alrededor. Me precipité hacia los primeros espectadores y choqué con un camarero que portaba una bandeja de canapés. El estruendo fue asombroso y el bochorno digno de ser recordado. No pude entrar con peor pie en mi futuro pero no quedaba más remedio que levantarse y seguir caminando.
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