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Hubo un tiempo en que a las mujeres se las educaba para ser buenas esposas y madres. Todo lo que se suponía que debía ser una mujer de bien estaba recogido en la «Guía de la buena esposa», manual de instrucciones y cabecera con el que maestras de dudosa moral y doble rasero adoctrinaban a sus pupilas desde su más tierna infancia; está claro que el hábito no hace al monje. Se las enseñaba a ver, oír y callar; a cerrar los ojos y abrir las piernas. A aquellas que osaban pensar distinto y desafiar los cánones establecidos se las consideraba unas descarriadas.
Si ellos conocían a más de una persona del sexo opuesto se les llamaba machos, a ellas putas.
Afortunadamente la educación ha cambiado, pero tristemente, los estereotipos permanecen.
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