Los nubarrones se dibujaron al final de la calle, imprecisos, al principio, cada vez más contundentes. Fueron escalando la cuesta y bañando con una leve e inquietante lluvia las aceras y el asfalto, el capó de los coches. Taparon el sol y oscurecieron los portales. Para cuando llegaron a mi casa, componían un paisaje de tormenta que arreciaba, que desbocaba sus relámpagos contra mis ojos y sus truenos contra mis oídos con el ímpetu de un viento de furia. Creí quedarme ciego y sordo cuando estalló la tempestad, pero me quedé de pie, aguantando el temporal, sin ver nada, sin escuchar nada, incapaz de moverme por culpa del vendaval. Creí que un rayo me alcanzaba cuando una roca de granizo me golpeó el pómulo izquierdo. Seguí mudo e inamovible ante la borrasca que se cernía, hasta que, poco a poco, se acabaron las descargas y las nubes fueron difuminándose en jirones confusos que, sentados en la butaca del salón, solo pudieron proyectar una triste llovizna bajo el cielo de sus mejillas.
*(Imagen destacada: fotografía sin título de Redd Angelo obtenida en Magdeleine).
¡Oh, escribir! Es mi gran pasión. La comparto en mi blog, que va a los premios por Solidaridad, pero donde hallaréis un poco de todo. ¡Suerte!
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Me encantó. Un saludo
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