La música envolvía tenuemente el aire, con halos de esperanza y melancolía, el bullicio pintaba las calles y, sin embargo, únicamente llevaba la soledad por compañía.
No había gentío en espera, ni murmullos atronados, ni pisadas en la acera, ni sollozos entrecortados, ni estridencias en las caderas… No, solo la apabullante presencia del eco silente, el recuerdo doloroso y una frugal copa en la barra de una taberna.
Y todo estalló por los aires, el corazón se hizo añicos en segundos, un adiós premeditado, un bofetón que cortaba las venas, un estruendo inmaculado que manchaba de melancolía los escaparates y un manantial de sangre que brotaba, impunemente, del costado. No, no había respuesta, ni se la esperaba.
Aquel epílogo del camino sonó como un portazo frío en una escena de cine negro, una escena rotunda y definitiva que marcaba la ausencia de sentido, de luz en las ventanas y colillas en los ceniceros.
Ya no escuchaba nada, pues nada había a su alrededor, mientras masticaba la hiel de su fracaso. No existía la gente, ni el vuelo de las palomas, ni el reclamo de las baratijas, ni las palabras de los buhoneros, ni el claxon de los impenitentes, ni las advertencias de los buhoneros, ni las miradas displicentes.
Nada, ya no escuchaba nada, pues todo acababa aquella noche infausta y oscura. Solo estaba él y el vacío, la tenue claridad de una sonrisa, la decepción más absoluta, la pérdida que lo empuja, la divagación infructuosa y el cemento de la ciudad que lo empuja hacia el abismo.
Y así ocurrió la despedida, sin pañuelo ni vagón. Fue un instante, una puñalada, una mísera excusa, una rúbrica de dolor, un golpe seco en la línea de flotación que rompió para siempre los hilos de su cordura.
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