Hasta que la muerte no nos separe

Miguel siente el aire en la cara; la brisa marina le trae el inconfundible olor a agua salada. Se encuentra en el único sitio que conoce donde puede llegar hasta el mismo acantilado en su silla de ruedas. Permanece cerca del borde, tras el que sabe hay una caída de unos diez metros hasta unas puntiagudas rocas, esculpidas por los envites de las olas.

Esa mañana le ha pedido a Elvira, su mujer desde hace veinte años, que le llevara hasta allí porque le apetecía tomar el aire. No le ha gustado mentirle, pero no tenía otra opción. Si le contara su verdadero propósito, se lo impediría.

Piensa en ella; tras acompañarle hasta allí le ha besado en la mejilla, ha dado media vuelta y la ha oído andar de vuelta al coche. Le ha parecido raro que no le dijera nada, pero casi lo prefiere; de este modo su último recuerdo no será cualquier frase banal, sino la caricia de sus labios sobre la cara.

Suspira. La vida no ha sido justa con ellos. Se casaron cuando los dos contaban veinticinco años, enamorados y rebosantes de planes, entre los que sobresalía el de tener por lo menos dos hijos. Tres años después aún no habían conseguido el ansiado embarazo, y con cada llegada del periodo, los verdes ojos de Elvira perdían un poco más de brillo.

Les hicieron pruebas, y algo más de un año después, les confirmaron que Miguel era estéril y no tenía posibilidad de engendrar. Sintió que se le caía el mundo encima. No solo no podía tener hijos, sino que le estaba arrebatando a la persona que más amaba la posibilidad de hacer realidad el sueño de su vida. Por eso le dijo a su mujer que lo mejor sería separarse y que ella buscara a alguien que sí pudiera darle lo que merecía. Elvira ni siquiera se lo tomó en serio, le dijo que había un montón de niños en el mundo sin padres y que ellos eran unos padres sin hijos, así que adoptarían.

Apenas habían comenzado con los trámites cuando, a raíz de unas pruebas por dolores en las articulaciones, Miguel recibió el segundo gran mazazo de su vida: tenía una enfermedad degenerativa que le iría reduciendo la capacidad de movimiento hasta convertirle en un vegetal. Cayó en una profunda depresión de la que salió solo gracias al acompañamiento y apoyo incondicional de Elvira.

Habían pasado quince años y apenas sí tenía algo de sensibilidad y movilidad en el tronco superior. Dentro de poco no podría mover el mando de su silla eléctrica. Por eso había decidido acabar con su vida tirándose por el acantilado. Había mandado una carta a su primo abogado, en la que ponía que lo hacía por su propia voluntad y sin conocimiento de su esposa, no fuera a ser que la acusaran de cómplice o algo así. En realidad la carta la había enviado Elvira, le mintió diciéndole que era una postal de Navidad, que ya sabía que era muy pronto pero si no luego se le olvidaría, como siempre.

Él no quería hacerlo así. Prefería irse como había visto en la tele que lo hacían en otros sitios: de la mano de su mujer y de forma suave, cómoda y legal. Pero por desgracia, vivía en un país en el que no tenía derecho a decidir sobre su propia vida; y los gastos derivados de su enfermedad, tanto en tratamiento como en infraestructura, no les dejaban apenas dinero para vivir, menos aún para pensar en otra opción.

Se sobresalta al sentir algo en el hombro. Es la mano de Elvira. Su ensimismamiento y el cada vez más elevado ruido de las olas al chocar contra las rocas le han impedido oírla acercarse. La mira a los ojos y ella le sonríe. Lo sabe. Ha sido un idiota al pensar que la engañaría. A ella, que le conoce más de lo que se conoce él mismo; que lleva quince años dedicada en cuerpo y alma a su cuidado, siempre con esa sonrisa y buenas palabras.

Desea decirle que por favor no le detenga, que siente haberla mentido pero no quiere seguir siendo una carga, ella es joven y merece otra vida, y tal vez incluso aún tenga oportunidad de cambiarle los pañales a un ser indefenso nacido de su vientre, y no a su marido. Pero no puede, ni una palabra sale de su boca.

Para su sorpresa, Elvira se sienta sobre sus piernas y le rodea el cuello con los brazos. No siente su peso sobre sus inútiles piernas, pero el familiar olor a flores de su colonia le calienta por dentro. Se fija en su cara, en ese rostro más deslucido de lo que corresponde a una mujer de su edad. Observa sus arrugas, que hablan de noches sin dormir, de sentimientos reprimidos, de preocupaciones, y de sus gritos y malos modos, que ella siempre soportó como un síntoma más de su enfermedad.

—Miguel, ¿recuerdas el día de nuestra boda?

—Claro que sí. Estabas preciosa. Igual que siempre. —Cree que ahora vendrá un discurso sobre algo de lo que dijo el cura, e intentará convencerle de que seguir vivo es la opción más correcta.

—Y cuando llegamos a casa, me tomaste en brazos y dijiste que empezábamos una vida juntos.

—Así es. En absoluto era esto lo que tenía pensado para nosotros. —Elvira hizo un gesto de negación con la cabeza, como queriendo quitarle esa idea de la cabeza, y le dijo:

—Hoy quiero volver a empezar en tus brazos.

Miguel entiende lo que quiere decirle. Empuja el mando de su silla hacia delante y esta comienza a moverse. Los ojos de su mujer clavados en los suyos y sus brazos rodeando con firmeza su cuello. Y así continúan cuando el suelo desaparece bajo ellos y comienzan la caída libre.

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11 respuestas a “Hasta que la muerte no nos separe”

  1. Que tremendo amor incondicional. Un relato muy pero muy emotivo. Un abrazo.

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    1. Muchas gracias, Carlos. Un amor indivisible, emocional y físicamente.
      Otro abrazo 🙂

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  2. Me ha emocionado… triste y real, humano y fraternal…

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    1. Me anima mucho leer que mis letras transmiten, muchas gracias

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  3. Un amor sin límites… Gracias 🙂

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  4. Una historia muy dura, durísima. Tremendo. Hay que amar realmente con toda el alma para hacer algo así. Para desterrar no solo cualquier atisbo de egoísmo, sino incluso de apego a la propia supervivencia. O desear no seguir con tu vida si no tienes al lado a la persona amada. Algunas personas lo harían, pero me pregunto cúantas realmente podrían hacerlo. Un relato que hace reflexionar, y mucho. Me has emocionado. De verdad.

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    1. Muchas gracias. Hay personas con una capacidad de sacrificio tremenda, tanto que hasta se olvidan de sí mismas…

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