Guardé mi corazón maltratado en un frasco para que nadie pueda alcanzarlo. Lo escondí en lo más alto de la alacena, lejos de los ojos de los curiosos que vienen a visitarme, junto a las galletas con chispas de chocolate que me regaló mamá por mi cumpleaños número 27, esperando que ahí, en ese lugar oscuro pueda recuperarse.
Estoy cansada de reparar cada pieza que se cae de su frágil estructura cada vez que lo empujan al vacío, de unir los retazos de las ilusiones del pasado para formar una nueva que pueda proteger, que sea verdadera, a la que lamentablemente le espera el mismo fatídico final a manos precisamente de aquel que la vio nacer.
Ya no volveré a salir a pasear con mi corazón a cuestas. Se ha caído muchas veces y lo han pisoteado muchas más como para que pueda darme ese lujo. Entiendo que no todos son conscientes del daño que puedan causar a los demás, porque casi nadie comprende el poder que tienen las palabras sobre una persona enamorada, pero cuando el tiempo pasa y los errores se repiten las excusas dejan de parecer creíbles.
Se podría decir que he aprendido mi lección, sin embargo, ¿qué exactamente es lo que he aprendido? ¿A desconfiar de los que me rodean? ¿A esconderme de los sentimientos hermosos que puedan nacer en mi interior? ¿A olvidar la facilidad con que los niños perdonan los errores? No estoy segura de que estas lecciones sean exactamente de mi agrado, pero son las que me llevo insertas en la psiquis para que no me duela más.
No crean que no he pensado en la posibilidad de que, en un descuido, el frasco pueda romperse y mi corazón quede nuevamente a sus anchas, llenando cada parte de mí de una felicidad que reconozco como pasajera. Sí, estoy segura que la probabilidad de escape está ahí, pero tampoco es algo que me inquiete, después de todo, aún tengo la pequeña esperanza de que sea yo quien rompa el frasco por mi propia cuenta cuando me sienta lista para amar, si es que es posible.
Después de todo el amor nos toma siempre de sorpresa, a veces disfrazado de amistad, de cariño desinteresado hasta que se cuela en cada poro de la piel y cuando nos damos cuenta, ya estamos flechados. No hay forma de evitarlo, de contenerlo, ni siquiera un frasco de plomo podría aguantarlo.
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