La conversación que nunca tuvimos cuenta con vida propia en mí. Nació al final de aquella discusión, de aquella negligencia con nosotros mismos, de aquel poema que prometía un desenlace a lo que jamás gozó de continuidad.
Ese diálogo aparece, en ocasiones, en una mente cansada, nostálgica o arrepentida. Suele ocurrir los lunes o los días de lluvia. Entonces, pinto con acuarelas la situación idílica en la que te cuento todo lo que jamás admití. Te como a preguntas, te barnizo de certezas que no atracaron en el puerto de la confianza y te absuelvo de tus errores por escasos cinco segundos.
Por algún motivo, en esa charla, olvidamos el origen de nuestras controversias. Nos centramos en las consecuencias, en los porqués y en los dóndes. Hablamos, por una vez, el mismo dialecto y todo cobra un sentido distinto. La conversación que nunca tuvimos se hace con el control de los reproches, neutralizando los instintos de nuestros heridos orgullos, y nos permite ver con claridad quién tuvo la culpa de todo.
Mientras hablamos, me percato de que el tiempo parece no haber transcurrido. Nos hemos detenido, hemos logrado congelar el dolor y la intermitente sed de venganza. Tu voz me devuelve mis dudas en forma de pistas para comprenderte, algo que jamás pensé factible. Pero es que en este coloquio a dos bandas no tiene cabida el realismo ni el pragmatismo. Solo todo aquello que jamás nos contamos, aquello que silenciamos por múltiples razones y que se encargó de aniquilar lo positivo que hubo, alguna vez, entre los dos.
De pronto, siento el vapor que destila mi taza de té y me encuentro buscándonos tras una ventana salpicada de tormenta. La pintura se derrama a ambos lados de mi cabeza y la incertidumbre vuelve a enquistarse en mi nuca. No hay reunión, no hay palabras, no hay respuestas. Pero mi alma, herida en lo profundo por mis decisiones, me reclama que nos invente una vez más allí, me suplica que nos otorgue la oportunidad que nosotros mismos le negamos.
Y tú… que eres mi madre, mi novio, mi hermana, mi hermano, mi novia, mi ex, mi padre, mi amigo, mi amiga… te desvaneces en la sombra de mi consciencia y te conviertes, una vez más, en asfixiante deseo, en ansia de redención, en búsqueda de motivos, en arrepentimiento tardío, en falsa empatía…
Y yo… ermitaña de mis propias emociones, rebajo la temperatura de mis anhelos –y del té–, y me dejo llevar por el sabor que dejó en mi paladar el recuerdo ficticio de aquel diálogo que jamás existió.
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