La humanidad es deshonesta, impulsiva. Los arrebatos momentáneos pueden más que la razón, sin embargo la sociedad nos invita a ser racionales y para ello hay que vender la imagen de decencia y recato. Esta es una simple máscara más con la que nos engalanamos, que oculta nuestra verdadera naturaleza animal. La misma solo sirve para despistar a los curiosos, atraer a las mujeres superficiales y agradar a los superiores, a la vez que nos protege de los chismes indiscretos.
Si las personas pudieran ver nuestra alma y no nuestra apariencia, ¿qué pasaría? Si el velo gris indiferente de mis ojos fuera tangible, si mi egoísmo se reflejara en una mueca, mi arrogancia corrompiera tu aire, ocupando el espacio reducido de tu presencia y el morbo que se esconde detrás de cada risa culpable te flechara el abdomen, ¿te atreverías a dirigirme la palabra? ¿Me temerías? Y ¿qué hay de ti, que te haces llamar humano?
Se ha hecho constante el juego de esconder, en los más profundos huecos del cerebro, la repugnancia de los secretos y deseos impuros evitando la vergüenza que produciría su repentina revelación; común es pintar los labios de rosa para parecer un ángel genuino y puro porque verse refinada es más valioso que serlo. Es inaceptable renunciar a una pasión por alocada que sea, aunque el deleite y la emoción nos hagan esclavos de nosotros mismos, estrellándonos una y otra vez con la misma pared. Lo peor es que nos gusta, somos masoquistas y tercos.
La corrupción rige el día a día: tenemos la consistencia de gelatina a medio congelar. La palabra vale menos que un céntimo porque está aferrada al constante cambio de actitud por conveniencia, pretendiendo que la moral importa cuando en lo único que pensamos es en acaparar, gozar para desprendernos de la vida con las experiencias más impactantes, pues la historia particular debe ser mejor que la del compañero, para ser recordado como un gigante, si no ¿de qué vale?
Entretanto, nos vestimos de traje, nos perfumamos y sonreímos porque la verdadera personalidad de cada quien no puede ser revelada y el carisma falso es el que debemos mostrar; de otra manera caerán sobre nosotros las peores desgracias y podríamos perder el puesto, el nombre, el honorable apellido y todos recriminarán la indecencia y llorarán la pérdida de una candidez, que nunca existió más que en su propia imaginación manipulable.
Me pregunto si alguna vez sería posible abrir completamente la ventana del alma y permitirle a la fiera salir de adentro, si podremos ser verdades de nuestra propia existencia y no muñecos hipócritas. Supongo que la negación de nuestras acciones es la base de esta comunidad infame que nos impone la mentira como costumbre y medio de supervivencia, al tiempo que se contradice exaltando la verdad.
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