Escribimos en la arena.
Desde niños nos enseñaron
que todo lo que teníamos que decir
tenía, también, que poder borrarse.
Poemas, poemas secretos,
nos jugamos el amor
en esa arena.
Inventamos algunas palabras,
todas sinónimo de lo prohibido.
Un beso.
Dos besos.
Tres y te ibas a tu casa.
Yo me quedaba solo con tus poemas
y los leía hasta que la luna
se encendía.
Su luz era muy tenue para tus letras
profundas.
Volvías, o a veces no volvías,
pero después de un rato:
la arena.
Te quiero, me decías,
y yo también, te dije.
Te amo, me decías,
y yo también, te dije.
Era
(y soy)
un eco de ti.
Ahora no somos niños
y seguimos escribiendo.
Papel cansado,
húmedo;
el mío blanco y el tuyo amarillo
porque eres más vieja.
Escribes mejor que yo,
siempre lo hiciste,
y ahora traes contigo unas historias,
larguísimas,
como el velo de novia que soñabas,
pero que te arrebataron.
Te quiero, me dices;
estamos de nuevo en la arena.
Y escribes un poema.
Perfecto.
De ritmo y medida perfecta.
Endecasílabo como te gustan
tus sonetos.
Yo,
que soy un eco de ti,
también escribo.
Escribo un poema
que habla de nosotros,
del sol,
de la arena
y de los textos que escribías
con tu pala o con el dedo.
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