Qué he de hacer para preparar mi cuerpo cada noche que intente gritar tu nombre entre mis brazos, en mi sangre; cuando estés lejos y en mi reloj nunca sean las diez.
Cómo no disponer de cada rincón de mis arterias cuando la luz se apague y desconozca si son las seis o son las nueve. No sabré quitar los pliegues de las sábanas ni apilar las almohadas, si ponerme vestido o pijama.
Quién aplastará la resaca de mis pulmones cuando, después de exhalar, me quede sin aire y me quede colgando, desembocando saliva en mi propia espalda.
Dónde esconderé mi desesperación al saber que estoy perdiendo el calcio de los huesos, que voy mirando ciega, sin ganas, asintiendo con los músculos dormidos que lo que me protegía ahora me pesa, recorre y astilla.
Cuándo pisaré la piedra con la que ibas a tropezar la misma noche que vi nacer los agujeros de tus mejillas. En qué ángulo oblicuo trituraré las bacterias inútiles que caen de mis ojos para encontrar el hueco correcto que anide la descomposición del nudo asfixiante del recuerdo.
Qué me importa si ya nada está en su sitio, si perdí la lateralidad en las líneas que caen del séptimo piso, rompiendo cada vaso sanguíneo de mi lado derecho.
Esta ahí.
Sigue ahí.
Diciéndome.
Doliéndome.
Como un ligamento dañado que pide recostarse en su silla, apoyarse en la mesa de centro mientras se distiende el deseo de verte y que mires los efectos del «hubiera».
Para qué mis vértebras deshechas antes del derrumbe, arrastrándome, inmunes al dolor de las dos de la tarde cuando espero en la puerta con mi mejor beso y una flor violeta, y no llegas.
A quién pido ayuda.
Cómo salvarme de mí.
Qué pasa ahora que retroceden las noches y no sé cómo respirar.
Qué es esto que duele sordamente, aunque grite mis quejas.
Hasta dónde
buscaré,
saltaré,
preguntaré.
Que no hay nadie.
Solo lo hondo,
lo casi olvidado,
el lenguaje asfixiante
del antes y después.
Que no alcanza.
Que nada alcanza.
Si no entiendes
dónde estás.
Dónde estás.
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