A menudo reconocemos que la existencia parece estar “llena” si el sujeto tiene esperanza. Ésta acostumbramos a referirla de forma etérea, posibilitando que pueda contener diversos sentidos acaso por la dificultad de concretar: ¿qué espera el que espera?
Esa tonalidad verdosa que asociamos a la esperanza puede adoptar la forma del reino de los cielos cristiano, de un paraíso terrenal a lo marxista o simplemente la utopía de una sociedad en la que haya justicia, libertad e igualdad y, por ende, unas condiciones óptimas para la felicidad. La persistencia, que nos capacita para esperar, puede partir de la presunción de que el ser humano es bueno por naturaleza y que esa bondad le hace merecedor de una felicidad posible en esta vida, o en otra venidera. Sea como sea, la esperanza se vincula a una cierta concepción utópica que está por llegar, pero que luchando y esforzándose es posible hacerla real, entrando en contradicción flagrante con lo que significa el termino utópico.
Es necesario resaltar cómo en los inicios del SXXI se ha visto un resurgir de las distopías literarias y cinematográficas como críticas de ese intento de construir sociedades ideales que acaban siendo robóticas e inhumanas, por cuanto eliminan la libertad de pensamiento, decisión y acción de los individuos, para poder controlar todo lo que acontece; se sirven, además sistemáticamente, del engaño y la falsedad para garantizar el dominio de los sometidos.
En un sentido filosófico, la esperanza puede hacer referencia a algo cuya naturaleza nos es esquiva, intuimos su presencia, pero desconocemos su esencia y carece de accidentes que nos la muestren. Aun así, sentimos esa especie de canto erótico que ejerce sobre nosotros, tiñendo de verde el horizonte y otorgando fortaleza al sujeto, cuya mente se nutre de este esperar sin rostro. Puede ser real o irreal porque, al no pertenecer al ámbito de lo existente, no es de por sí contrastable y todas pueden ser el resultado de una necesidad acuciante de poseer un “algo” hacia el que elevar nuestra mirada. La espera, no obstante, para que cumpla su cometido debe ser incondicional, sin someterla ni al espacio ni al tiempo, porque si constreñimos y determinamos las condiciones de posibilidad, es decir, allí donde es posible la espera, estamos planteando simultáneamente la cuestión sobre dónde es posible la esperanza.
Este giro copernicano, este vuelco, nos llevaría de preguntarnos ¿qué esperamos cuándo esperamos? a inquirirnos ¿por qué hay esperanza cuando la hay y por qué no la hay cuando no la hay? Cuestiones sustancialmente diferentes si observamos que la planteada al inicio da por supuestas la esperanza y su correlativa espera, y el interrogante último reclama la justificación de la naturaleza de ambas.
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