Las piedras son gotas sólidas de luz
que adornan los suelos de Paileman.
Las hay verdes, anaranjadas y vinotinto;
las hay esféricas, cúbicas y amorfas;
también pulidas, rugosas o gastadas.
Y todas comparten,
además de su núcleo rígido,
la compañía de sus fieles líquenes.
Como carteras de paño vivo
o fúngicas mascotas,
una unión a muerte sella el destino
del pedruzco y su sésil aliado.
Ceñidos hasta la médula mineral,
anudados como lampreas de césped;
como se aferran los mejillones en el puerto
sobreviviendo a los latigazos del mar.
¿Podrán los líquenes,
antes de su micótica concepción,
elegir su pétreo hospedador?
¿Escoger acaso, el tono o brillo
de su permanente apariencia?
Mentiría, si niego que envidio,
en cierto modo, la vida del líquen,
poder anclarme de manera perpetua,
por ejemplo, a tus caderas de mármol.
Qué maravilla, admirado Kabur. Quién fuera líquen que pudiera al menos elegir el color de las piedras. Un saludo.
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