15 de noviembre del 2019
Chihuahua, México
A quien corresponda.
Empiezo esta carta alegando por mi propia conciencia mental. La senilidad no me ha alcanzado todavía, si puedo jactarme al respecto. Lúcida como estoy, escribo que como me da mucho miedo morir, me muero ya. No es motivo para estar triste, sino de celebrar mi osadía.
A veces uno no cree que se pueda consumir la vida. De hecho, uno piensa muy poquito en la muerte en comparación de lo que pensamos en nuestra existencia. La muerte es el triple más grande. Es cosa de la poca humildad que tenemos. Yo no me muero, decimos, a mi eso no me pasa. Y cuando sucede, rebién que nos desequilibra. La razón es que ni estamos preparados, ni queremos estarlo.
Yo sí que lo he estado, aunque no lo quiero. Hace ya tiempo que tengo mi terreno alquilado, el cajón escogido y las bragas de luto muy listas. Contacté con una funeraria para ir haciendo el ahorrito, la cotización casi me hace tomar la resolución de sentirme por siempre viva. Eso no es posible y me hace llorar recordarlo. Lo que sí me parece importante es disponer de la vida para que nos alcance una muerte digna.
Ahora puedo decir que estoy casi perfecta, mas no he podido decidir qué clase de muerte me queda mejor. A lo mejor acostarme a dormir preparadita y no volver abrir los ojos. La idea me aterra, he de admitirlo. No me siento tan valiente y hay días en que ni puedo pensar en ello. No me hago a la idea de que perecemos. Lo que más duele es dejar las cosas que me hacen feliz: el postre de guayaba, a mi gato Napoleón y mi vida que no aporta ya mucho a la sociedad, pero al fin de cuentas es mi vida.
El miedo se implantó desde muy chiquita. Recuerdo mis plegarias a la Divina Providencia buscando protección y larga vida. Me la dieron, hasta ahora no me puedo quejar. Sin embargo la plegaria ya no se estira. Pienso en la tertulias con mis amigos, en los funerales resignados, en mi propia familia con la que ni hablo, pero que vendrán a mi funeral más a fuerzas que con ganas. La plegaria actual es no estar abandonada cuando ya no viva.
Es gracioso estar vieja y sentirme tan abrumada con algo que he vivido por tanto tiempo. Me estoy muriendo desde que nací, me digo a veces para no llorar. Pero no me lo creo. Sentí realmente la muerte cuando el aire se me iba, los dolores achacaban y ya no podía subir unas escaleras. Fue a partir de entonces que siempre estoy intranquila por ello. Sin embargo hay periodos en los que me tumba la desesperación. Yo le llamo los dos minutos más tristes.
Empiezan con el llanto quedo que me dejan los recuerdos. Pienso en las líneas cronológicas que abundan en las memorias. Son muy morbosas para la muerte. Las veo, siento la opresión y adivino “aquí viene otra vez”. Me intento tranquilizar aunque sé que yo misma me lo he causado a propósito. Me hago un té, veo la televisión y suspiro mucho. En cada suspiro va bajando una lágrima suelta, hasta que se rompe la tensión y se convierte en un raudal. A partir de entonces solo queda una ola de abrumación expectante y deseosa de que me encuentre la muerte para ya no sentirla más. Me da por pensar en esos días de nuestra vida que son tan poquitos a cualquier edad. Las cosas que se quedan incompletas, los momentos que nunca se vivieron, las palabras que nos tragamos. Todo sale en forma de llanto.
Pasan dos minutos, los he contado. En ellos echó para afuera todo el miedo más concentrado, porque si se quedara adentro no me dejaría respirar. Siempre he tenido el anhelo de morir en uno de esos periodos de dos minutos. Quizás al minuto 1:40, para romper con el círculo.
Poniendo así las cartas sobre la mesa (esta carta), me gustaría precisar que necesito morir ya. Y pondré a mi alrededor todo lo que necesito. Estarán las cartas nunca mandadas, las foto que se van conmigo y yo muy guapa para morir. También estarán ahí a las cosas que se van a quedar malditas por mi recuerdo. Porque, hasta eso, quiero pensar que podré venir de vez en cuando allá donde mi esencia se haya pegado. No quiero asustar, solo quiero volver.
Por último quiero algunas especificaciones para mi entierro, si es que se llegan a dignar a tomarlas en cuenta. Quiero que me cierren el cajón y nadie me vea muerta, quiero que me recuerden viva. No me pongan maquillaje, ni rellenos, ni menjurjes, he de sumarme a la tierra como salí de ella. Me gustaría que me taparan con una cobija abrigadora y al final que me pongan dentro todas las flores secas que he coleccionado por los años.
Quien se vaya a despedir de mi, hágalo con ternura. Me imagino que los muertos han de tener la sensibilidad más delicada. Si hice daño alguna vez o merezco el repudio, imploro perdón. Cuando ya no esté pensaré en todos los que quise y perdonaré a los que no.
Ya para terminar, la vida es un mecanismo de tantos engranajes que parecen en chino. Pero a fin de cuentas es mejor vivir así que nunca haber vivido en absoluto. Un beso grande para esos pocos personajes que llorarán lágrimas reales. He tenido una buena vida y no pienso amargarme todavía más con la muerte.
Hasta pronto, se los digo a todos.
Martha Vidal.
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