Ansiosa me negaba a traspasar el dintel de la puerta de mi habitación; esa que espejeaba trágicamente el tumulto interior que me azoraba. Me había impuesto un propósito y de su cumplimiento dependía que se desmoronara ad infinitum mi autoestima.
Por ello, asida con rabiosa tenacidad al estante que ornamentaba una de las paredes, acometía el asunto sometida al embate de pulsiones que ni el mismísimo Freud hubiera podido imaginarse.
La tensión se incrementaba; mi voluntad trataba de mantener la compostura, esa fortaleza que dicen que proporciona el querer. Pero ya no lograba recordar ni qué empeño me movía a sostener tal tesón, ni a qué se debía esa lid desatada contra mí misma; ni tan siquiera qué quería si es que algo había para querer.
Extenuada y habiendo perdido el sentido de aquella tortura física y mental, me dejé ir; me despegué de la balda maldita y mi cuerpo se desplomó, con toda su gravedad, sobre el colchón de muelles algo tronchado.
Transcurrido un tiempo y habiendo recuperado algo de fuerzas, me desplacé atravesando ufana la execrable puerta. Recorrí, acaso con un deje de zombi, el pasadizo que desembocaba en la cocina. No sabía qué me había llevado allí, suponía que necesitaba hidratarme.
Pero, paradojas de las mentes desmemoriadas, abrí la nevera con ese son lento y cansino y, sin pensar, me hice con una tableta de chocolate que empecé a engullir.
De repente, algún circuito neuronal se activó porque ante mi estupor, asombro y culpa, recordé que mi cometido era, ni más ni menos, que mantener mi dieta y no ingerir esa sustancia adictiva que me boicoteaba todo intento de perder los veinte kilos que el médico me había indicado.
Un fracaso más, al que ahora contribuía mi falta de memoria. Posiblemente porque la dieta me había bajado los índices de neurotransmisores que previenen el deterioro de esa facultad de recordar que, en mi caso, no se recordaba ni a ella misma.
Y todo ese tremebundo combate para no comer chocolate, que me dejó tan agotada que me impidió retener en mi mente qué hacía y para qué. Lo cual desencadenó la conducta que deseaba inhibir. Usaré pósits por toda la casa para que la desmemoria no me engorde. Creo, haber descubierto, que es una de las causas de la obesidad.
¡Mira Ana, que te grada castigarte! Dime no hay nada entre tantas cosa, como el chocolate para hacer feliz! Bienvenido el permitido! ¡10 abdominales y listo! Un cálido saludo.
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Jajajaja.. Gracias!!!?!
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Las disculpas del caso…agrada en lugar de grada. Estos dedos míos…
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Reblogueó esto en FILOSOFIA DEL RECONOCIMIENTOy comentado:
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Ana, me encantó. Disfruto mucho de tus prosas.
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Gracias!!!!
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Je, je. Siempre lo había sospechado, pero ahora lo he confirmado: tu magnífica prosa aumenta los niveles de serotonina más que el cacao, y si te lee uno mientras come chocolate, pues el efecto se potencia. Ahora que me acuerdo –¿ves? ya empiezo a notar los efectos beneficiosos de tus escritos–, creo que tengo algo de chocolate en la cocina. Allá que voy ;D
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