Lo que no puedo decir

La única luz que brilla en la habitación es la de sus ojos refulgentes. Ella siempre ha sido una fuente de felicidad, o como yo la llamo, mi chinita.

Nos besamos. A veces tan corto que ella me pregunta si no sé besar. Tan fuerte que parece que no nos veremos en meses. 

Me muevo mucho cuando me acuesto en su cama, en nuestra cama. Es como si no me pudiera quedar quieto junto a ella. También puede ser que he subido demasiado de peso y queda un hueco en mi lado del colchón. 

Acaricio su suave y oscuro cabello liso. De aquellos cabellos que se ven tan bien después de que el estilista la deja aún más hermosa. Era imposible para mí imaginar que podría verse más hermosa, pero debo admitir que lo ha logrado. Ella siempre me dice que la dejo despeinada. 

Apoya su cabeza en mi hombro y su mano en mi pecho. Me gusta que me rasque la espalda y ella me canta que le gusta hacerlo. Camino su piel con la yema de mis dedos a la vez que se eriza donde toco. Ella tiene el superpoder de hacer lo mismo conmigo sin siquiera tocarme. Solo se acerca a mi cuello y me derrota. Su respiración caliente hace que mi cuerpo tiemble de recuerdos. 

Le hablo entre susurros, entre suspiros del alma. Le muestro mi lado oculto, ese que siempre me dio miedo mostrar. Ella se ve transparente, reluciente. 

Nos reímos a carcajadas, acurrucados. Se burla de mí y yo de ella. Le coloco apodos tiernos: mi amorcito, mi chinita, mi esposa. Le digo que la deseo y le cuento en detalle las cosas. Me encanta cuando pierde sus inhibiciones y me dice al oído cosas que no puedo escribir, porque son cosas nuestras y no puedo compartir. 

Hablamos, por horas, por días o por minutos. Ella habla mucho más que yo. A veces solo asiento con la cabeza. No soy tan expresivo. Ella sonríe y me hace sonreír. Me hace tan feliz. A veces tanto que no se lo digo. Nunca he sido bueno con las palabras. Nunca he sido bueno con las conversaciones. 

Yo solo le escribo.