Avanzan a su propio ritmo,
pequeñas gotas de lluvia
a lo largo y ancho del parabrisas
de aquel viejo coche
que serpentea por las calles
de una ciudad sin nombre.
Se mueven
sin un destino concreto,
sirviendo como reflejo
de la percepción sobre la vida
que tiene el hombre pensativo
que las observa detenidamente
sentado en la parte trasera
del automóvil.
Al igual que ellas,
él tampoco basa su existencia
en la intención de alcanzar
una línea de meta predefinida.
Se mueve por simple inercia,
atesorando cada parte del viaje
que es por naturaleza
volátil y efímero.
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