Cuando estudiaba mi primer (y único) año de Psicología, un profesor nos explicó que el cerebro utiliza los estereotipos y las etiquetas para ordenar la realidad, para colocar la información que recibe en “cajitas” a las que poder acceder fácilmente. A priori, esto no tiene ningún inconveniente, quiénes somos nosotros para meternos en los asuntos del cerebro ¿verdad? Sin embargo, este recurso tan útil para nuestra mente, se ha convertido por un lado, en una excusa para menospreciar, marginar y humillar a quienes no llevan nuestra marca; y por otro, en un modo de difuminar nuestra propia esencia.
La psicóloga Elaine N. Aron escribió en su libro El don de la sensibilidad que “Toda etiqueta lo priva a usted de su singularidad”, o lo que es lo mismo, etiquetar nos mete a todos en el mismo saco. Me da la sensación de que hay una lucha permanente entre ensalzar esa singularidad, aquello que nos hace únicos, y el deseo de pertenencia, ser uno más del grupo. Queremos ser nosotros mismos, pero no demasiado. Tenemos la necesidad de pertenecer a una (o varias) de esas cajitas, de no convertirnos en “eso” que no encaja.
Con el auge de las redes sociales, con el voyeurismo y la exposición, el ver y el enseñar, las etiquetas se han convertido en un recurso indispensable para vendernos: de dónde venimos, a dónde vamos y qué ponemos en nuestra biografía de Instagram. Así podría resumirse la crisis existencial en el s. XXI.
¿Quiénes somos y cómo narices se lo explicamos a los demás? Como no tenemos ni idea vamos a lo fácil, y tiramos de conceptos que abarcan todo y nada al mismo tiempo: gentilicio, madre/padre de dos (acompañado de emojis de niños, gatos, perros, plantas, lo que sea); vegano, vegetariana, deportista, yogui, amante del queso, de la pasta, de la vida, amante en general. Demasiado poco espacio para explicar todo lo que somos, demasiado general para transmitir quiénes somos en realidad.
En el momento en que asomamos la cabeza a este mundo, las etiquetas no se hacen esperar: tímido, alegre, revoltoso, llorón, extrovertido, torpe, estúpido, aplicado, raro… adjetivos que se graban en nuestro cerebro y que pueden hacernos mucho daño. Queremos encajar, pero también ser nosotros mismos. Queremos y no siempre sabemos cómo. Podemos y no siempre queremos. Mientras tanto nuestra identidad sufre y se desvirtúa, y las singularidades que nos hacen únicos se pierden en un mar de conceptos abstractos.
Las personas estamos llenas de matices, y esas etiquetas y estereotipos que nos empeñamos en usar no admiten tales diferenciaciones. Ni tú ni yo ni el vecino del quinto somos iguales. No importa que tengamos características parecidas, que comamos lo mismo o que defendamos una misma causa, nunca seremos iguales. Aún así, elegimos los adjetivos que más se ajustan a nuestro carácter porque no tenemos ni idea de cómo vivir sin esa clasificación.
Guiarnos por las etiquetas solo consigue que nos estanquemos como personas, que nuestro mundo sea cada vez más pequeño. Limita nuestra capacidad de vivir libres de prejuicios, aumenta la presión sobre nosotros y sobre los demás. Somos jueces y verdugos. Etiquetar solo sirve para agrupar a un montón de iguales, que en realidad no son tal cosa. La diferencia siempre defendida es también atacada, a ver si nos aclaramos.
Ignoro si es posible vivir una realidad sin etiquetas. Lo que sí está en nuestra mano, y solo en la nuestra, es ser capaces de no hacer un mal uso de ella, de no marginar, humillar, juzgar en su nombre, tampoco criticar a quienes no son como nosotros. No dejemos que las etiquetas nos definan, no dejemos que el esfuerzo de nuestro cerebro por no volverse loco nos convierta en un miembro más del ganado. Procuremos ser y dejemos que los demás sean, ya averiguaremos qué poner en nuestra biografía de Instagram.

Una reflexión muy necesaria y, por desgracia, demasiado fácil de olvidar.
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