La metralla se camuflaba. La guerra fría nunca había cesado; se adaptaba a la situación. La paz no era una realidad posible, no cuando el enemigo no sabía lo que significaba aquella palabra.
Cuando naces en las trincheras, la supervivencia y el estado de necesidad son tu modus operandis habitual. No puedes seguir siendo lo que se supone que fuiste, cuando nada de lo que hubo es ya lo mismo. Lógica abismal, no queda otra que seguir firme por los objetivos de esta guerra continua, a la que llaman vida.
Esa vida con la que hay que conformarse. La misma que gastamos viviendo a medias porque pasamos el tiempo queriendo estar o formar parte de algún lado. No dándonos cuenta que somos soldados solitarios pues en ningún regimiento nos hallamos, solo cuando nos autoengañamos.
La guerra sigue, es decir, la vida pasa mientras batallamos. Nos desgastamos.
Las conjuras, al igual que las traiciones de aquellos a los que considerábamos amigos, no son más que cicatrices putrefactas de lo que una vez fuimos.
Aceptamos la jerarquía, los altos mandos bajo el amparo de no querer pensar demasiado, es más sencillo seguir que decidir.
No nos condecoramos, da igual cuál sea el acto; nunca será suficiente para glorificarnos porque en la guerra se es el mejor o no eres nada ni nadie; escombros en el mar en todo caso.
En la vida si no eres un grado, eres un miserable con la diferencia de que no esta Víctor Hugo; para hacerte ángel de la guardia.
En la vida, como en la guerra, no queda ya nada por lo que luchar; solo lo que uno quiera creer.



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