No había nada más abrazándome que la lluvia,
gotas haciéndome suya, aupando este frío que llevo dentro.
Y no era un aguacero, no.
No lo era.
Era lluvia de lobo disfrazado de oveja, sutil pero empapaba tanto.
No había viento en la ciudad, solo calma.
Nadie estaba mojado más que yo, la nube posaba sobre mí,
porque mi mente estaba en esa despedida, nuestra despedida, sin entender esa ligereza de pies que tuviste al marcharte, y con cada paso que dabas para alejarte, juro un trueno me ensordecía el pecho.
No hacía falta mirar hacia los lados.
Estaba sola, tratando de mostrar mi cara al cielo para enredar mi lluvia con la otra.
Vamos, que sentía que debía disfrazar el adiós.
Mi tiempo no pasaba, es que las agujas no se movían, solo yo.
Un hombre quemándose con un café,
una chica distraída al celular,
niños escondiéndose,
desenamorados discutiendo,
todo tan normal, y mi adentro helando, la piel cuarteándose poco a poco como un vidrio a casi romper, un suspiro más, un recuerdo más y explotaba en pedazos.
Pero me rendí, más que explosión, liberación.
Dejé salir el dolor, me permití sentir, ser, caer.
Me revolqué en todo lo que no te llevaste y todavía sigue siendo mío.
Nunca fui tan libre como cuando nos dejé ir.
Caí en cuenta de que de nada vale atragantarme de sentimientos si no los dejo salir, de nada vale alejarme de un te quiero y dos te extraño, si no me voy con ellos.
Si no te quise en 1 día, no puedo olvidarte en 2.
Mientras tanto, he decidido poco a poco dejarnos ir.
Que se unan el dolor y la lluvia, que uno ahogue al otro, ya llegaré a un techo sin tenerte de sombra, o quién sabe, a lo mejor llegará un extraño, ofreciéndome un café, una sonrisa seca y me prestará un paraguas.



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