Vivimos en la era de lo efímero. Prisa y brevedad parecen ser las consignas del sistema del que somos parte. Las cosas cada vez tienen menos valor, precisamente por su naturaleza breve, lo que nos lleva rumbo a un futuro desechable y precipitado. Queremos abarcar demasiadas cosas, al punto de saturarnos y en medio de una cultura de prisa que nos desgasta, pero de la que no somos capaces de salir.
En décadas pasadas se vivía a un ritmo más pausado. Pero han sido los grandes acontecimientos históricos, ligados al desarrollo industrial y tecnológico los que han servido de cimiento para la adopción del vertiginoso estilo de vida actual. El primer gran detonante fue la revolución industrial, que movilizó a millones de campesinos a la ciudad. Gente que vivía tranquila y apacible en sectores rurales, pero que se vio obligada a mudarse a la agitada rutina de los centros urbanos.
Desde entonces la población rural se reduce cada vez más y parece destinada a esfumarse junto a la tranquilidad que la caracteriza, para terminar mezclándose con la acelerada población urbana. Esa es la base que nos permite entender la coyuntura actual, donde la mayoría de la población vive en un entorno urbano y por ende presuroso, lo que explica la adopción masiva de estilos de vida desenfrenados.
Últimamente tenemos la sensación de que los años pasan muy rápido. Las 24 horas del día no nos parecen suficientes para todo lo que debemos hacer. Antes el mundo caminaba, ahora corre, como si de eso dependiera la vida. Nos imponen estereotipos que nos seducen y que terminan propiciando una competencia en la que todos buscan aparentar ser el que está mejor. Este es un mundo hipócrita, en el que la felicidad pasa a un segundo plano porque es más importante fingir. Esa competencia eterna nos tiene corriendo sin pausa desde hace varios años. Vivimos en una cultura de prisa.
Es el consumismo, propiciado por el capitalismo salvaje, el gran responsable de generar esta cultura de prisa. La publicidad nos bombardea indiscriminadamente día a día, tratando de vendernos cientos de productos y servicios que nos prometen una felicidad que en la mayoría de las ocasiones resulta siendo ficticia. Incluso hemos llegado al punto en que el sistema inventa necesidades y las terminamos adoptando, porque si en algo son expertas las compañías es en la persuasión. Nos incitan y en la mayoría de los casos logran su objetivo. Son tan hábiles que inciden incluso en el comportamiento posterior a la compra de un producto, hasta el punto de forzarnos a desechar incluso cuando no hay necesidad de hacerlo, buscando que les compremos más. Esto genera una peligrosa conducta de usar y desechar sin control que resulta en un total desaprovechamiento de los productos.
Miremos el caso de los teléfonos móviles: los primeros modelos nos duraban bastante y eran extremamente resistentes; incluso duraban muchos días sin descargarse. Sin embargo, ahora, en plena era de smartphones nos vemos a obligados a cambiarlos cada año, porque se nos dañan con facilidad o porque, pese a estar en buen estado, preferimos tener la última versión. Las mismas compañías diseñan los productos de tal manera que luego de un periodo de tiempo empiecen a mostrar falencias para que así el consumidor se vea obligado a comprar el siguiente modelo. A lo anterior se le denomina obsolescencia programada y es una práctica más común de lo que se cree. De hecho, a Apple lo investigan por presuntamente hacer esto de manera oculta con los iPhones. Esto no se daba con mucha frecuencia en el siglo pasado, hasta que las compañías se dieron cuenta de que crear productos duraderos no les era rentable. Un tema controversial donde confluyen los intereses de los empresarios y de los consumidores, pero que sin duda ha influido en la conducta de la población, acostumbrándola a reemplazar demasiado pronto sus productos; a usar y usar indiscriminadamente.
Adicionalmente existe la obsolescencia percibida, que no es más que cuando percibimos que un producto ha cumplido su ciclo y lo desechamos cuando en realidad está en perfecto estado. Esto suele suceder porque las compañías en medio de sus campañas de persuasión nos venden la idea que si no compramos la nueva versión estaremos desactualizados. Una práctica fatal, en la que desechamos y desechamos con indiferencia, mientras el medio ambiente sigue resistiendo la embestida humana. Es tan grave la situación ambiental producto de este consumo descontrolado, que existe en el océano Pacífico una gigantesca isla de basura flotante que triplica el tamaño de Francia, y que crece a ritmos acelerados, arrasando con las especies marinas que encuentra a su paso. Si a eso le sumamos la matanza masiva de árboles, la contaminación del aire y la extinción de especies —solo por mencionar las problemáticas más graves— nos topamos con una lenta pero descarada destrucción del planeta donde vivimos, y en la que todos aportamos nuestro granito de arena, a veces sin saberlo.
El arte es otro perjudicado por este tsunami consumista. Ya no importa la calidad en lo creado, sino la cantidad. Eso irremediablemente propicia que el arte se vuelva superficial. Es por esto que las obras y los contenidos artísticos son cada vez más superfluos, más vacíos. El ejemplo perfecto es la música: la de antes sigue perdurando y se sigue escuchando intensamente incluso en la actualidad. Seguramente porque el contexto de décadas anteriores permitía que los éxitos se dieran de forma orgánica: lo más sonado era lo que más le gustaba a la gente. Sin embargo, ahora los éxitos los imponen. El más escuchado es el que más plata paga para que lo publiciten. La música se volvió desechable y muy fácil de olvidar.
Esta celeridad no solo está ligada al consumo; también se manifiesta en la conducta, los gustos y hasta en las creencias de las personas. Incluso en las relaciones sentimentales: el amor verdadero se volvió una utopía imposible. La mentalidad consumista parece haberse colado en nuestras relaciones, al punto que cambiamos de pareja como cambiamos de productos. No somos capaces de darlo todo y ante la primera dificultad nos bajamos del barco porque “esto no funcionó”. En ese juego mantenemos, esperando una pareja perfecta que en realidad no existe y que no llegará. Porque la perfección del amor se da cuando dos personas imperfectas se aceptan tal como son. Eso lo tenían claro las generaciones pasadas, y por eso sus relaciones eran mucho más estables.
Las redes sociales, la televisión y los medios de comunicación con su poder influenciador son los que establecen mediante la creación de estereotipos e imposición de modas efímeras las aspiraciones “que debería perseguir” y el estilo de vida que “debería adoptar” la gran masa, la cual sin reclamo acepta y hasta cambia sus prioridades por encajar en lo que el sistema impone como “lo correcto”. Es increíble como la gente sacrifica su autonomía y es capaz de lo que sea, incluso de hacer cosas que normalmente no haría; así eso implique rebasar los límites y terminar pasando por encima del medio ambiente e inclusive de las demás personas. Todo esto con tal de aparentar estatus y felicidad.
No se trata de cuestionar al capitalismo, de hecho, pese a sus imperfecciones es el menos malo de los sistemas: por lo menos tenemos libertades. Ese no es el problema. El problema es la posición que tomamos frente a lo que dicta el sistema. ¿Vamos a dejar que nos sigan manipulando? ¿Permitiremos que nos sigan diciendo qué hacer? La publicidad nos seguirá bombardeando cada vez más, la vida se vivirá a velocidades nunca experimentadas. Por eso el llamado es sencillo: debemos aprender a controlarnos.
Qué tal si por un momento dejamos de correr, nos detenemos, respiramos y evaluamos si vale la pena correr tan rápido. ¿Estamos viviendo la vida como en realidad queremos vivirla, o la vivimos como la mayoría la vive, solo para no ser excluidos? Corremos tan rápido que dejamos atrás a las personas que nos importan. Es tanta nuestra prisa que no somos capaces de esperar a que nos alcancen, para correr junto a ellos. ¿Les estamos dedicando el tiempo suficiente?
Independientemente de la creencia que se tenga o la religión que se siga algo es claro: vida solo hay una. Es hora de bajar la velocidad, empezar a caminar. Darnos el tiempo de apreciar bien el entorno, de disfrutarlo. Vivir plenamente los momentos con los que nos rodean y que esa nueva filosofía de vida se vea reflejada en nuestros hábitos de consumo, en nuestra conducta diaria. Ser auténtico y enfocarnos en lo que verdaderamente nos interesa. No tratar de acaparar todo porque terminamos haciendo nada. Abandonemos la maratón de la sumisión y empecemos a caminar. Esa es la verdadera libertad.
Ilustración de portada y video «Happiness», por Steve Cutts
Estoy de acuerdo contigo Dani. Seamos ese cambio, con nuestro propio ejemplo, es la única forma para contagiar a los demás. Me ha gustado mucha tu escrito. Gracias por compartirlo.
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Buen artículo Daniel. Un buen reflejo de como vivimos y de lo que muchos pensamos a menudo. Saludos !
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Le doy un triste «amén» a tu artículo… la era de lo efímero, del escaparate, de los sucedáneos. Aunque yo sí creo que una alternativa al capitalismo es urgente, sin renunciar a la democracia y al estado del bienestar.
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