«A veces el precio de la libertad
es el desamparo»
Piedad Bonnett
Esa curiosa tendencia a la aflicción, como si aquello aliviase el combate. Como si compartir la pobreza nos proporcionara alguna riqueza humana, —humanista. Curioso, ¿no? La moralidad de la honestidad digo, lo de ser pobre y aparentarlo; lo de la acumulación y la prepotencia. Como si un cubierto de oro te enseñara el estilo comensal en el almuerzo, como si ser agradecido viniese estipulado en la cuantía de la propina. Ilusos —casi necios—, la virtud reside en la sonrisa de la mirada, en el abrazo cobijando las ganas y en la voluntad del que sabe que va a perder.
De eso se trataba. De ser afligido por convicción, por puro sentido de lógica, conociendo a ciencia cierta que, hoy en día, el que no poseía su porción de tarta no era porque no la mereciera, sino porque se la habían arrebatado. Entonces, la preferencia estaba clara: era mejor posicionarse al lado de los arrebatados que del de los arrebatadores.
Que, en el mundo, en este planeta, en el universo entero había de todo, y para todos. Que sólo teníamos dos tareas como ente social: repartir y mantener para el futuro. Y lejos de acertar alguna, validamos la catástrofe: nos volvimos ególatras individuales del carpe diem. Y así estamos: más solos que nunca pensando en el mañana… Arrebatados de la vida y arrebatadores del tiempo. Repito, es curioso: ambos en ambos bandos. Bandos de una guerra en la que todos pierden…
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