“Inmediatez” es una palabra que gusta y que como la fastfood, refleja el mismo concepto: resultados rápidos y con poco esfuerzo. Aunque a corto plazo pueda causar un falso bienestar, la inmediatez camina de la mano de la impaciencia, generándonos ansiedad en todas las fases de la vida: siendo niños por crecer, en la adolescencia por finalizar los estudios, durante la edad adulta por encontrar el trabajo perfecto, enamorarnos de nuestra media naranja, casarnos, tener hijos… En definitiva, desde que entendemos el funcionamiento de la sociedad, el ansia por vivir rápido se apodera de nosotros.
No queremos morir, pero parece que queremos terminar la vida lo antes posible. Valoramos tanto el resultado final, que nos olvidamos de lo más importante: el proceso. Es cierto que a veces, la vida se vuelve tan complicada que resulta difícil no perderse en un laberinto de emociones, pero no nos es suficiente con los reveses que nos encontramos, si no que además estamos condicionados a la rapidez, al “hacer” y al “tener”, olvidándonos del “ser” y llegando a un estado de saturación y estrés del que resulta complicado salir.
Aunque probablemente en la sociedad tecnológica actual sufrimos con mayor intensidad las consecuencias de la llamada “cultura de la inmediatez”, ésta ha sido cuestión de reflexión a lo largo de la historia. A pesar de que el Carpe Diem de Horacio en el s.I a.C. marcara un leitmotiv conocido por toda la sociedad occidental, las civilizaciones orientales nos llevan, literalmente, siglos de ventaja en entender la vida en armonía con los cambios. Los antiguos pensadores orientales fueron pioneros, desde su visión cosmo-ontológica intuitiva, en transmitir el concepto de disfrutar la vida tal y como es, abrazando la sencillez de la existencia y valorando la simplicidad como estilo de vida. En el s.VI a.C estos conceptos se consolidaron en la Antigua China gracias al pensador Lao Tzu -contemporáneo a Confucio- cuyo tratado sobre el arte de vivir, Tao Te Ching, asentó las bases del Taoísmo, una tradición filosófica que brinda más importancia al proceso que al producto, a la propia construcción de un yo que a su expresión, al fluir y al no-hacer, conceptos que no podrían tener más sentido en nuestro tiempo.
Uno de los mejores cineastas japoneses, Akira Kurosawa (director de las películas Ran, Seven samurai o Dreams, entre otras) fue, con o sin intención, todo un predicador de la filosofía taoísta. En la entrevista My life in Cinema de 1993, aseguraba que la escritura se debía convertir en un hábito. Kurosawa criticaba que los jóvenes tuvieran tan poca paciencia al escribir y que quisieran llegar al final demasiado rápido. El cineasta se refería en este caso a la tediosa tarea de la escritura, pero sus palabras pueden aplicarse para mejorar los hábitos de todas las personas que se encuentran atrapadas en la cultura de la inmediatez. Así lo ejemplificó: “Cuando haces alpinismo, lo primero que te dicen es que no mires hacia la cima. Solo sigue escalando, pacientemente, paso a paso. Si miras hacia la cima te sentirás frustrado”.
La inmediatez limita nuestra tolerancia a la frustración. Contra la adversidad, sólo podemos seguir, simplemente seguir. Aunque nos cueste reconocerlo, sabemos por experiencia propia que lo único que se obtiene de la inmediatez es la insatisfacción. Es bueno tener metas y objetivos, pero lo más importante es disfrutar del camino o, como dirían en la Antigua China, disfrutar del Tao.

Aránzazu García-Quijada G.
@ari.gqg
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