Advertencia: el siguiente artículo contiene spoilers literarios.
Todos hemos leído literatura triste, literatura dramática en su desdicha. Literatura que, de tanto consternar y afligir, nos termina convenciendo de ser la única que existe. Hace poco leía un artículo de Alejandro Zambra donde comentaba sobre los títulos del must-read, esa clase de literatura que no te puedes quitar de encima y que si no has leído, es porque no has leído. Pero recordando, junto con Zambra, algunos de esos escritos, me di cuenta de la cantidad de libros lamentables que conforman esa lista intocable. Y luego, pensando un poco en las corrientes literarias de algunos de sus títulos, me di cuenta de que también están hechas de tristezas.
Pienso, por ejemplo, en algunos libros de la famosísima lista. Rojo y negro de Stendhal es una tragedia disfrazada de comentario social. Su protagonista, Julián Sorel, escala por la sociedad francesa de principios del siglo XIX, si es que deseamos ser optimistas y pensar que, en efecto, lo que el personaje hace es escalar. Al final el lector obtiene una cabeza decapitada sobre las piernas de una mujer bella porque claro, ya lo decía Poe, una mujer bella siempre eleva la tragedia.
Si quisiéramos mirar hacia otro lado (un poco menos francés, quizás) nos encontraríamos con una novela pedorrísima de un escritor flatulento llamado Jorge Isaacs. Dicha novela, titulada María, trata sobre una joven inocente que se la pasa muriendo hasta que finalmente muere. Yo, una lectora del siglo XXI, no podía esperar el momento en que ocurriera la desgracia. María es, en pocas palabras, una novela sobre la prolongación de la desgracia. Así lo mismo con el resto de las novelas románticas, a lo cual debo agregar una nota para mi profesor de Literatura Hispanoamericana del siglo XIX: no venga por mí, sé que estoy simplificando, pero eso no quita que el romanticismo sea un género masoquista.
Ahora bien, dos novelas no alcanzan para defender la pesadumbre de la literatura, y por eso me veo en la tarea de resumir algunas corrientes, basada, debo decir, en las ideas colectivas que se tienen sobre ellas. Si bien Rojo y negro es una novela realista (o naturalista, a quién le importa), al realismo lo podemos definir con las palabras “así son las cosas, todo apesta”. Por tanto, el libro es una peste que nos encanta leer y que se ha leído –volviendo al tema del optimismo– de generación en generación. ¿Por qué? Porque su pestilencia nos sigue recordando las tragedias propias, y así da lo mismo leer una novela realista que otra, todas nos huelen igual. María, por su lado, es una novela romántica, movimiento que podemos resumir con las palabras “belleza, sublimación y muerte, pero sobre todo drama”. Creo que no hace falta agregar más, puesto que arriba le he dedicado bastante más de lo que quisiera.
Si miramos hacia el barroco, por mencionar algún tiempo, observaremos un período hilarante donde todo significaba la prudencia de saber que morirás. Luego el neoclasicismo nos vino a recordar que en realidad no es así, puesto que no tenemos sentimientos y lo único que importa es el honor. Por eso los románticos respondieron con demasiados sentimientos e impulsos contradictorios. Con esto quiero decir, los románticos no sólo eran masoquistas, como vemos en María, sino también neuróticos. Si nos saltamos el naturalismo y sus amigos, que ya hemos discutido un poco, llegaremos a las áreas del costumbrismo, el cual nos dice que todo es aburrido pero tenemos que observarlo. Por su parte, el modernismo es una escritura pesimista y sensual; el vanguardismo es mandar a la fregada el lenguaje porque no expresa lo que queremos; y la literatura contemporánea comenzó siendo la preocupación por la realidad y ha terminado siendo la preocupación por la identidad, porque no sabe qué es.
Comienzo a sospechar que muchas de las grandes obras valen por su grandilocuencia gris, y que a las personas como nosotros, que a veces leemos y gustamos de penar en nombre del “conocimiento artístico”, somos culpables de que el menú de selecciones literarias contenga tales dosis de depresión. Como si la infelicidad fuera lo que le otorga sus características al drama. Como si la infelicidad fuera la máxima de las expresiones artísticas…
Son famosos los autores que han tenido una vida desgraciada. A veces, es la misma desgracia la que los mantiene en su lugar. No hace falta leerlos para comprender su tristeza, basta con escuchar un poco sobre su vida (o su falta de vida) para enamorarnos encarecidamente de su obra. Entonces nos gusta Joyce porque sabemos que fue un profesor de inglés que no llegaba a la quincena, queremos a Lispector porque se quemó parte de la vida con un cigarro, adoramos a Virginia y a Plath porque se confunden los suicidios y las obras, recordamos a Storni porque murió, según cuenta la leyenda, de manera parecida a la de Woolf, y pensamos en Kafka, tal vez, porque le dio tuberculosis. Lo mismo podríamos decir de otros tantos escritores como Hölderlin, Baudelaire, Quiroga, Pizarnik y Zweig.
Al final la literatura termina siendo como los chismes, una manera de observar la desgracia y divertirse sin tener que involucrarnos más allá de la oreja, o en este caso los ojos. Así que la próxima vez que comience una gran obra, dejaré mis pañuelos cerca. Los necesitaré cada que pase de página.
Paulina Gamboa Tamayo
@paulina.gamboa99
Leer sus escritos