Soy una de esas personas a las que les encanta expresarse. Mentira. Soy una de esas personas que no pueden expresarse. Admitir mis propias emociones es un duelo de lo más cotidiano, por no mencionar el trabajo de comprender cuáles son esas emociones, de dónde nacieron y cómo se supone que se sienten. Porque cuando sientes todas las cosas del mundo, tanto que parece que ni las percibes, siempre hay una parte de ti que nunca termina de comprenderlas.
Sientes algo, lo admites, lo observas de lejos y de cerca, le das mil vueltas y lo volteas de cabeza, lo tocas con asco, con ansiedad, con impaciencia; y luego, después de todo el viaje, resulta que no puedes cagar. Entonces, con el chip por ningún lado y sin procesador (perdonen mi ignorancia en lo que se refiere a la tecnología), es inevitable que la sensibilidad se distribuya por el cuerpo. En mi caso, esa distribución a menudo se detiene en el estómago.
Hay una razón poco discutida para aprender a gestionar las emociones: la magnificencia de poder hacer caca. Defecar bien es, entre todas las cosas, uno de los máximos placeres del ser humano. Por supuesto, no todas las personas inexpresivas van a dejar de ir al baño –el mundo está lleno de cagadores tímidos e introvertidos–, pero a quienes se nos detiene el sistema digestivo debido a la negación emocional nos parece fundamental hacer algo al respecto. Algunas veces, ese algo se traduce en dedicarle quinientas horas al proyecto sanitario o comprar un laxante y comer espinacas. Otras veces, para quienes llegan a ser un poco más listos, ese algo se traduce en encontrar ayuda psicológica, tener esa conversación incómoda con tu pareja, arreglar los asuntos con tu madre, dejar de pensar en las implicaciones ontológicas del infinito o tomar anti-ansiolíticos que saben a limón.
Yo, que soy una persona que asegura haber nacido estreñida aunque no tengo manera de comprobarlo, he tenido que llegar al consultorio –lugar para aliviar el estreñimiento causado por el estrés. Porque de no cagar al escuchar un sonido extraño en el asiento de un baño público (donde te cobran por el papel) a no cagar en la soledad de tu casa hay un camino muy amplio. Quien no pueda cagar, lo sabrá.
Amo toda mi mierda. Tanto que no quiero sacarla de mi cuerpo ni por medio de la física ni por medio del habla. Tanto que le otorgo el valor suficiente como para tratarla con un especialista; y aquí no hablo de un especialista de la caca, que según me cuentan hay varios que la estudian y que incluso llegan a pedírtela en un jarrito para echarle un ojo más adelante…en el microscopio, porque esto es una clínica y no un bufet de fetiches. Y aunque vaya con el especialista una vez a la semana, no he podido hacer caca. Porque siempre recibo una mala noticia o soy la ocasión de algún proyecto destructivo que me detiene la digestión. Si de por sí ya tenía el síndrome del culito tímido (de esas nalgas que no pueden cagar en cualquier parte), la situación se entorpece. Entonces mi culo no habla conmigo ni con nadie y yo debo de hacer el trabajo de ambos ¡una vez a la semana!
Esto último pueden interpretarlo como prefieran, ya sea que voy al baño una vez a la semana o que voy al psicólogo dos veces por quincena.
He notado una cantidad de cosas que se relacionan con la buena defecación. Los baños públicos afectan notablemente mi capacidad para llegar al último paso del proceso digestivo, al igual que la comida excesiva y la falta de agua y movimiento durante el día. Lo normal. Luego están los constantes cambios de ánimo, la incapacidad para enfrentar tus sentimientos, la preocupación desmedida y el sobre-pensamiento crítico de cada una de las acciones de tu día: si no estás bien parada, si no viste raro a tu compañero de trabajo, si no fuiste amable, si no tendrás un futuro hijo que será abortado a medio proceso de gestión debido a tu ansiedad desfavorable…Por eso, si hacer del baño fuera de mi casa es una actividad invaluable que merece el reconocimiento inmediato de todos mis allegados, hacer del baño en cualquier parte después de haber pasado por un mal rato es más digno de un festejo. Mi mierda se relaciona bastante con mis estados de ánimo: si estoy feliz, cago; si estoy triste, no cago; si estoy molesta y no sé regularme, la cago.
Escribo todo esto sólo para decir una cosa. En el mundo todos cargamos con mierda todo el tiempo, ya sea dentro del cuerpo o de la mente. Para unos, esa mierda les impide ir al baño y, para otros, esa mierda les da de comer. Pero hay una cosa que nos queda claro a todos los implicados en esta historia y que es absolutamente universal: todos necesitamos la mierda.
Si me disculpan, voy al baño.

Paulina Gamboa Tamayo
@paulina.gamboa99
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