No quería mirarme, evitaba cruzarse conmigo cuando me movía por la casa. Poco a poco aprendí a detectar sus movimientos durante el día, y ya sabía que por dónde yo no debía cruzarle.
A veces lo encontraba mirando por la ventana, y me lo quedaba viendo. Su espalda a contraluz sobre el cielo cortado de edificios y cables.
—¿Cómo estás? —interrumpí con timidez. Giró apenas la cabeza para mirarme por encima de su hombro, en silencio, y terminó por desaparecer hacia la habitación de al lado.
Habían pasado un par de días. Me observaba, cada tanto, desde lejos pero no quería hablarme. Por la mañana, se aparecía entre las tazas y se sentaba en frente, a mirarme en silencio, con los ojos grandes y una mueca dura.
Al tercer día abandonó el sillón donde dormía, y en la noche lo sentí sentarse al borde la cama, me tapó los pies con la sábana que se había caído a un costado.
—Te amo —apenas pude escuchar su susurro. Al día siguiente no lo encontré en ningún lado, ni en el balcón, ni en la sala. Sólo había dejado doblada las mantas sobre el sofá.
Salí a buscarlo. En el camino compré una caja de cigarrillos y unos cuantos caramelos. Ahora era yo quien se sentaba al borde de su cama, de cemento duro, y acariciaba en donde estarían sus pies.
—Perdón, aún me dolía venir a verte —le dije, mientras prendía un cigarro y lo dejaba al lado de su nombre. —Yo también te amo.

Andrés Torres Acuña
@andy.acunha
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