Cuando sintió la puerta abrirse, cerró fuerte los ojos y simuló dormir: su mujer volvió a llegar tarde, como ya era costumbre desde que habían empezado sus engaños. Pero esa noche fue distinta.
Otra vez, como las anteriores, la sintió entrar al cuarto, sacarse los zapatos, acostarse a su lado, apoyar su frío cuerpo de invierno contra su espalda, abrazarlo impasible. Otra vez, el susurro de Clara al oído: “No voy a perdonarte, Juan”. Él lloró en silencio, resignado a la compañía nocturna, a ese escalofrío perpetuo. Al primer rayo de sol, pudo ver a su lado, en el espacio que había ocupado Clara, el colchón cóncavo por el peso de los gusanos, el olor a podrido, la sangre en las manos.
No importaba a dónde se mudase: a partir de esa noche, la secuencia se repitió casi sin variantes, en cada nuevo departamento. No importaba cuántos exorcismos, rituales y limpiezas realizara, no importaba cuánto alcohol y drogas consumiera: todas las noches, Clara. Todas las mañanas, los gusanos, el olor, la sangre.
La pesadilla no terminaba en el día: denuncias de vecinos —de refinado olfato y aguzados oídos—, desalojos, patrulleros policiales de madrugada, el olor y los gusanos una y otra vez poblando la casa. Fueron épocas de bonanza para los fabricantes de bolsas de consorcio Sarcofagum.
Tres meses pasaron así, entre el terror y la vigilia. Juan se había asentado en ese departamento destartalado de Once, cuyo vecino más cercano era una viejita adorable, dos pisos más abajo; había dejado de ir a trabajar y, poco después, de salir a la calle. A la nonagésima primera noche el cuerpo entero de Juan era un temblor ya incontrolable y los ojos irritados ya no entraban en sus cuencas. No creyó poder soportar una noche más el suplicio, no creía merecerlo: ella era la traidora, él había hecho todo bien.
Procuró liquidar la última media botella de whisky con dos rivotriles —los últimos de la caja—, antes de acostarse con la daga apretada contra el pecho. Comenzó a adormecerse, tal vez por efecto de los calmantes, tal vez porque ya tenía práctica y no se creía capaz de fallar. Tal vez por la seguridad de última noche.
A las tres de la madrugada, ni bien la sintió sentarse en la cama para sacarse los zapatos, se incorporó con la daga en alto, dispuesto a clavarla una vez más en su cuello. No fue posible: ante sus ojos, otro Juan ensangrentado con una daga en la mano, yacía muerto junto al cuerpo putrefacto de Clara.
Los gusanos, bailando en la sangre, los velaban.

Coti Molina
@cotimolgo
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