Cuando la doctora me lo dijo, me pareció perfectamente lógico. A los trece años todo lo que dice un profesional de la salud es una verdad absoluta. Y de esa verdad absoluta nació la obsesión indeclinable: tenía que poder juntar los dedos.
La cosa era así: rodeando la muñeca izquierda con la mano derecha tenía que juntar el dedo pulgar con el mayor, a modo de pulsera. Si no lograba juntar la yema de ambos dedos, mi condena estaba asegurada.
No poder juntar los dedos era síntoma irrefutable de tener demasiada grasa corporal y estar a punto de morirme de un paro, porque la grasa iba a tapar mis arterias. O, en el mejor de los casos, sólo me tendrían que cortar un pie por la diabetes. El tono de la doctora, la mueca entre las afirmaciones, no dejaba lugar a dudas: si no hacía algo al respecto me iba a morir por gorda y la culpa iba a ser mía. Sólo mía.
No llegaba, me faltaba un centímetro y medio para no morirme.
Al día siguiente, en la escuela, conté la novedad y en un instante todo el curso estaba midiéndose la muñeca izquierda. En el recreo, la novedad se esparció y no había ser humano vivo en el Normal que no estuviese haciéndolo.
Flavia, mi compañera de banco, comprobó con horror que le faltaba un centímetro. Para calmarla, no dudé en pasarle la dieta que me dio la doctora. Acordamos medirnos cada dos días, pero no había caso. Había que tomar medidas drásticas para no morir.
Los laxantes y diuréticos de venta libre se convirtieron en nuestra golosina de los recreos. El baño, nuestro segundo hogar. Flavia estaba cada vez más ojerosa y le salieron manchitas rojas en la cara y el cuello. Lo supe un día que me quedé a dormir en su casa y la vi sin maquillaje. Me dijo que no me preocupe, que era normal, por la fuerza que se hace al vomitar. Imité su técnica cuando vi que surtía efecto: logró juntar los dedos mucho antes que yo.
Para cuando yo lo logré sin esfuerzo (apretar de más era trampa, no contaba), Flavia hacía ya dos semanas que no iba a clases. La preceptora había dicho que estaba enferma y no quise ir a molestar. Pero ahora tenía que verla, darle la gran noticia.
Por el portero automático, la madre me dijo que estaba internada. Me pareció oírla sollozar, pero no me preocupé. Flavia tenía una fuerza de voluntad tremenda (¡había logrado el objetivo en tiempo récord!), intuía que pronto se iba a curar de lo que fuese que tuviera.
Tres días después nos dieron la noticia.
El día del velorio me acerqué al cajón y la vi preciosa, más que nunca. Como si fuese un impulso natural, estiré el brazo y tomé su muñeca diminuta. Recién en ese momento, el llanto abrió sus compuertas y le dije, emocionada: «Ay, Flavi, estarías tan orgullosa de vos misma».

Coti Molina
@cotimolgo
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