Piano para una sesera vacía

Como cada noche, encendió la vela y la acercó a la partitura. Tenía una melodía dentro de la cabeza: unas notas de piano que se estiraban y comprimían, pero nunca salían. Las repetía para sí en la oscuridad de su estudio. La partitura se tendía ante sus ojos con las notas de hueso clavadas sobre el papel. Hundió la pluma en el tintero y garabateó la hoja. Las notas temblaron. Apartó la mano. La melodía se evaporó de sus pensamientos y él se quedó mudo. El silencio creció como un pálpito, como un grito. Se estremeció. La música volvió a su cabeza tan nítida que casi podía escucharla. ¿La oía, quizá? Los ojos se le fueron a la luz de un candelabro que vibraba en la planta baja. No lo había encendido él. Descendió las escaleras, o quizá las subió, y siguió el sonido. Era ella, su canción, la que le había martirizado todas sus vigilias. El compositor llegó hasta el último peldaño con la respiración anudada en la garganta. Sentado frente al piano, bajo el resplandor mortecino de la luna, una figura se cernía sobre las teclas. Las manos le temblaron de frío y sueño. Abrió la boca, pero de su voz solo salieron notas cuadradas y duras que se mezclaron con la pieza. Se llevó las manos a los labios y su grito se desvaneció en el aire. Corrió hacia el pianista, lo agarró de la camisa y tiró de este hasta que dejó de tocar. Se contemplaron. Al principio, no se reconoció.

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Elisenda Romano
@elisenda.romano
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