La mente,
la dueña de la ambivalencia,
esa tan silenciosa y vigilante,
recelosa y fugitiva del vacío,
impune a la culpa de la voz fortuita,
que en tan fino prisma se verbera su luz;
y allá a lo lejos, entre la mancha y el dolor,
la fragilidad de sus manos cosen
la saliva que de sus labios muestra política.
Ese don sutura la rabiosa necesidad
de gritar en tan hondo dolor
el sufrimiento de los corderos,
que en silencio descubren cómo su locura
es fruto del cuchillo que acaricia su piel.
Así yacían sus voces desposeídas,
despojadas
en las tinieblas donde acallaban
sobre las propias mentiras,
que en la mente recaían;
y de ella, en su escucha,
se transformaba en una paloma blanca,
una reincidente en tentar al silencio.
La mente,
esa que en tal producto cambió,
acaricia -reconoce- sus heridas
y en la propia fragilidad de lo aversivo
encuentra todas sus historias mal contadas
Y, si de ella no reconoces sus verdades,
tampoco encontrarás su latido.

Elena Díaz G.
@29diazelena
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