Después del amor: K.I.

Lo que me prendió de K.I. esa única noche fue la mirada que me lanzó. Me estaba evaluando duramente y quería hacérmelo saber, quería probar hasta cuánto aguantaba yo.  

En otro futuro posible, habría querido mucho a K.I. por su dureza, por esa irreverencia al mirarme, por ese ánimo evaluador. Pero sé también que la habría querido precariamente, que la habría reducido aquello -a la dureza, a la impenetrabilidad- y la habría juzgado mal. Y la habría querido insuficientemente.

Esa única noche, después de varias rondas de cerveza en el bar, me invitó a su casa. Mantuvo la luz apagada y sólo encendió un anillo de luz que tenía diferentes modos de iluminación y con el que me dejó jugar un rato: azul, morado, azul-turquesa. Eran justo los colores que ya rezumaban de su piel. En ese cuarto, ella se sacaba fotos que luego lanzaría al mundo para que nosotros creyéramos que a pesar de la altura podemos ser talla XS y que cualquiera puede llevar con gracia un abrigo verde esmeralda. 

Ocultó sus formas en la oscuridad de la noche de viernes, pero me dejó acercarme y abrazarla, y darle todos los besos cariñosos a los que yo estaba acostumbrada y no había podido dar desde hacía meses. El anillo de luz me permitió ver la superficie de su cuerpo esbelto, el lunar en la espalda, los abdominales marcados, el cuello largo. 

Intercaló canciones con besos y se entregó con el corazón abierto y fue entonces cuando me di cuenta de que la impenetrabilidad que había creído era apenas un vestido, uno que se ajustaba mucho a ella y que usaba con frecuencia, XS, pero que cubría esa otra piel de la que se desprendía un candor tan intenso que hasta alcanzó a llegar a mi corazón y aliviar un poco mi pena. 

Me pidió que no sugiriera canciones tristes para amenizar nuestro acercamiento, me dijo que Mercedes Sosa la hacía acordarse de una amiga suya de antaño y que no sabía que existía el tango moderno. “Sé que Victoria Secret es vulgar, pero siempre quise”. Y se enroscó en mi pecho. Así me desveló dos verdades para mí hasta entonces encubiertas: que Victoria Secret era vulgar y que en Bogotá crece la dureza. ¿Habrá sido aquí, o habrá sido en Cali, donde aprendió a mirar así?

Me dijo varias veces, y con asombro, que no entendía por qué yo no bebía alcohol. Y, cuando me preguntó, sentí que mis heridas se ponían calientes y recordé en dónde estaba marcada yo. Se me pusieron calientes, pero ya no ardían. A través de K.I. supe que mis heridas estaban sanando. “Hay gente que es así, que no bebe”, le respondí.  

K.I. no estaba para enredarse con amoríos, porque tenía los días numerados: creo que tenía 27 o 28 años, pero decía tener 25 porque las modelos deben ser siempre jóvenes, porque las modelos encarnan la fugacidad. La confesión de su edad le salió con una voz amarga, de vieja. ¿Quién tendrá una vida laboral más larga, una modelo o una jugadora de la WNBA?

Unos días después de esa noche de viernes, me mandó un mensaje que finalizaba con el emoticón de un corazón roto. K.I. no está para enredarse con amoríos. Pues yo tampoco, me dije con un orgullo escuálido, casi entristecida. Con el mensaje se iba K.I. y el sueño que comenzaba a solidificarse: habría querido ir a Cali con una mujer bella, dura y candorosa, con quien pudiera intercalar besos con canciones, música con viaje. 

lina betancourt escritora

Lina M. Betancourt
linabetancourt.com
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