“¡Ya voy en camino!”, emoji de corazón y send.
Odiaba llegar tarde. Muchas veces se preguntó si el bus realmente la llevaría a su destino, mientras alternaba la mirada repetidamente entre el reloj y la ventana.
Llegó a una calle conocida y ahí mismo se bajó, lejos aún del punto de encuentro. Caminó a paso ágil, muy a pesar de los tacones nuevos y el vestido azul con florecitas amarillas que se levantaba con el viento.
―¿Dónde estás?― contestó él. Podía sentir la agitación del otro lado del teléfono.
―¡Ya llegué, por fin! Estoy en la puerta. ¿Tú dónde estás? ¡Hay muchísima gente!
―Estoy al fondo, abajo del cuadro grandote.
―¿Cuál cuadro? ¿Te refieres al espejo que tiene un marco blanco?
―¿Cuál espejo, corazón? Busca el cuadro, al fondo, a todo el fondo del restaurante. El mismo cuadro que ha estado ahí desde siempre. Ahí abajo, estoy yo. Estoy levantando la mano, aunque tampoco te veo…
Ella miró a su alrededor, pero por más que lo intentó, no encontró ningún cuadro. El lugar estaba lleno de espejos enmarcados que aumentaban la profundidad del espacio y daban la impresión de que el lugar estaba aún más atiborrado de gente.
―Me estás jodiendo, ¿cierto? ¡Aquí no hay ni un solo cuadro!
―¿Cómo así? ¿Dónde carajos te metiste?
―¿Dónde, carajos…? ¡Pues en el mismo lugar de siempre! ¿O me estás diciendo loca?
―No te estoy…
―No, no… ¡NO! …Estoy harta de que me faltés al respeto. Estoy harta, de que solo te pueda ver una vez al año, y de que cuando se llegue el día, ¡ni siquiera tengás la decencia de aparecer!
―¡Pero si acá estoy!
―¡¡¡No, no estás!!! Si acá estuvieras, sabrías muy bien que el tal cuadro ese ya no está, y que reemplazaron todo por espejos. Por lo menos tené las pelotas para decir que no te dió la gana de venir.
―Pero Ma…
―¿Sabés qué? Dejemos así. Si vos no me querés ver, entonces yo tampoco. Comé mierda, Gustavo.
La llamada se colgó abruptamente y, por un instante, él sintió como si el lugar estuviera inundado de un silencio líquido y denso.
Una melodía suave empezó a permear lentamente su conciencia, y poco a poco, Gustavo volvió a escuchar el murmullo de las personas que ocupaban apenas algunas mesas del restaurante.
―Está loca― pensó, no sin tristeza ―Pero tiene razón.
Respiró profundo y tomó un sorbo de café con la mirada clavada en la puerta, tal vez esperando verla. Lo que nunca vio, fue el detalle de la mujer de vestido azul con florecitas amarillas saliendo de un lugar lleno de gente, en el cuadro que colgaba sobre su cabeza.

Paula Obeso
tallerdehistorias
Leer sus escritos


Deja un comentario