La isla de fuego

Entré en la tienda y la campanilla emitió un dulce sonido que edulcoró mis oídos. Apareció un extravagante hombre de chaqueta de pana y sombrero afilado. Llevaba una taza humeante de café en la mano. Sopló su aliento sobre ella y el blanquecino humo salió disparado entre las avinagradas paredes de color púrpura que intentaban, sin conseguirlo, adornar la lúgubre tienda. 

—¿Qué desea?— dijo el tendero enarbolando una sonrisa. 

—Estoy buscando un juego de mesa que se llama La isla de fuego. Es de los años 80. 

—¡Ah, sí, pase conmigo!

Aquel señor tenía un halo de misterio, como si fuera un personaje sacado de una película de Tim Burton o algún viajero perdido de otro tiempo. Le seguí sin rechistar por un oscuro pasillo de la trastienda. Al llegar al fondo, corrió con ímpetu una tupida cortina azulada y ante mis ojos apareció un inmenso almacén repleto de juguetes. 

Era un espacio singular. Había estanterías metálicas que se cruzaban, de una pared a otra, haciendo loopings vertiginosos. Peluches a pilas que se interponían, torpemente, en mi camino y antiguos trenes eléctricos que viajaban por vías apuntaladas en el espacio. El suelo estaba acristalado y dejaba observar una fábrica de caramelos ubicada en el centro de la estancia. Aquellos dulces lucían saltarines en la grisácea cinta transportadora. Si me concentraba, podía averiguar su sabor, su textura e incluso masticarlos hasta romperlos con mis propios dientes. 

Estaba tan ensimismada que ni siquiera fui consciente de mi soledad. Abandonada, entre montones de extravagantes juguetes, llamé a voces al elegante tendero. Nadie contestó. Como no conseguía verlo por ninguna parte, decidí emprender la búsqueda de La isla de fuego por mi cuenta. 

Recorrí como pude los adornados y embriagados pasajes del almacén. Al girar la segunda esquina, del tercer pasillo, de repente, me encontré al tendero sentado, con las piernas cruzadas, en una diminuta y envejecida banqueta marrón. Se encontraba fumando una pipa y leyendo un alargado libro. Levanté el brazo para hacerme notar, aunque él no pareció verme. Ni siquiera se movió un ápice de su lugar. La figura de aquel extraño hombre se fue diluyendo en el espacio, y cuando llegué a su altura, desapareció por completo. 

Regresé a la tienda por una puerta verde que tenía el número 74. Lo miré, y recordé que había soñado con ese número hacía una semana, y también, con Meryl Streep. 

Seguí buscando La isla de fuego por las tiendas adornadas con luces azuladas y espumillón de todos los colores, pero no lo encontré. 

Al llegar a mi casa me senté en la mesa, estaba sola. Trinché el pavo cocinado a fuego lento y abrí una botella de cava. Recordé las alegres navidades en la casa de mi infancia, con mi madre y mi padre, en el número 74, de la calle Rochester. Cerré los ojos y mi respiración comenzó a entrecortarse. Mi corazón cabalgó descompuesto fingiéndose lúcido, para hacerme llegar mi último pensamiento. 

De niña fui fuego.
En la adolescencia me convertí en aire, grácil y vaporosa.
Durante la madurez, en mí floreció la tierra.
Y ahora, en mi vejez, busqué, sin encontrarla, a la niña que fui.

Natalia Sola
@nataliacabanillassola
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