Al fondo de la imagen el oleaje desperezaba y se volvía cada vez más salvaje. El lecho azul se coloreó de negro y destiñó la espuma hasta hacer de ella un millar de juguetonas pizcas blancas de sal. Abril caminó, sin miedo, descalza, hacia ese mar enojado que no paraba de rugir. El viento, también enemigo, revoloteaba entre sus ropajes y los tornaba poco más que trapos viejos. Ante las rojas mejillas, el frío dejaba huellas en su andar travieso. Él, el fotógrafo, no lo sabía, pero el tormento interior de Abril ahogaba el grito de relámpagos y truenos. Ella llegó al final del muelle con paso firme…
Mientras avanzo hacia mi destino, voy dejando un rastro de interminables convicciones: Tantos libros leídos, tan poco me enseñaron. El tronco se torció y me dijo que no habría posibilidad de enderezar. Podría quedarme un poco más y escuchar colores, mirar sabores, degustar alisadas superficies rugosas, tocarme el alma. Podría, pero no tengo nada que ofrecer. Mi libertad está en escoger cómo, cuándo, dónde. Adiós…
Todo tan vívido, como si fuera hoy, en la memoria de una nube gris que en ese fatídico -o propicio- momento pasó. Todo tan quieto, como si, simplemente, nunca hubiera sido. De aquella sesión resultó este cuadro que, en su marco renegado y transgredido, se rompió en mil y una noches moribundas después de una creciente última lágrima.
Es sencillo: un padre no sabe vivir sin serlo. No quedó más remedio al final; lo enterraron junto a la última foto de la adorada luz de su existencia.

Dany Perag
@danypera2707
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