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El nombre

Unos la miran con aparente compasión, otros, hacen como si no se dieran cuenta. Sentada en esta sala anónima, es imposible no notarla, con una mano cubriéndose la cara y la otra aferrada a un papel; imposible no oír sus sollozos que retumban como un sismo abriendo grietas desde muy adentro de la tierra.

Yo no sé quién es ni por qué llora, pero siento su dolor como si fuera mío. Una fuerza gravitacional me atrae hacia ella, como si ella misma me llamara, “Ven, Federico, ven”, pero el pudor me retiene y solo alcanzo a acercarme algunos pasos. 

¿Por qué estará sola? ¿Dónde está su esposo… su esposa?

Lleva una argolla, es claro que está casada.

Ah, ahí está, por fin, su esposo. Sí, él debe ser. En sus ojos hay angustia, también. Le ayuda a levantarse de la silla y la abraza como conteniéndola para que no se caiga a pedazos, cuando es claro que el sismo también lo alcanzó a él. Ella no dice nada, solo se deja abrazar y sigue llorando; el mismo llanto convulsionado que no la deja pronunciar palabra. La gente alrededor cuchichea con disimulo.

Dios mío, ¿y si les ofrezco agua? 

Me acerco con decisión, dispuesto a brindarles un poco de empatía entre tantos indolentes. Ahora estoy a unos tres pasos, quiero llamar su atención, pero me detengo. Noto que la mujer toma una profunda inhalación y exhala lentamente por la boca, trata de decirle algo al esposo. Estoy lo suficientemente cerca para escucharla. 

―Era un niño… era un niño…

Suspiro, apenado por pretender irrumpir en un momento y lugar en el que claramente yo no tengo lugar. Bajo la cabeza para retirarme y, sin querer, descubro el papel que ahora reposa sobre la silla. Alcanzo a leer algunas palabras: “Se estudia feto masculino”, “semana 8 de gestación”, “malformaciones cardíacas congénitas”…

―Era un niño…―repite ella después de otra larga exhalación, como si el aire liberado dotara de vida esas palabras y las enviara al mundo. Se inclina para tomar el papel de la silla y enseñarselo al esposo. Ninguno de los dos parece advertir mi presencia.

Él toma el papel con manos temblorosas, simula leerlo pero no puede, no necesita hacerlo. Levanta la mirada hacia ella, parece comprender un secreto terrible. Con los labios apretados, dice:

―Era Federico. 

Levanto la cabeza hacia ellos y descubro que ahora estamos los tres solos en la sala anónima. Algo profundo, una onda sísmica me alcanza. Mis ojos, que nunca se abrieron, lloran, y mi corazón, que nunca llegó a latir, se agrieta también.

Paula Obeso
tallerdehistorias
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