Decidí echar a correr y dejar todo atrás. Descalza. Con los pies quemados de tanto pisar piedras y aparentar que no se me clavaban astillas a cada trote donde mi peso parecía multiplicarse. Mustia, con la efervescencia de un fermento y a punto de explotar, miré a mi izquierda. No con el deseo de ver más allá del sufrimiento que sentía, más bien con la soberbia de quien espera que le molesten por merecerlo y no quererlo. Y allí estaba, quien entonces no hubiese dicho que importaba, un pájaro azul rey, con el rostro de la ternura y la templanza del orden.
Con la sed que acumulaba y la ceguera de mis necesidades, interpreté enseguida que se reía de mí. No de forma consciente. Más bien desde el juicio del ego que siempre se equivoca pero se sienta en primera fila. Me mostraba su presente, vivido, no planeado pero siempre esperado. Su cuna, su nido, donde su familia esperaba impacientemente con suerte y fe ciega un trozo de pan duro echado a perder robado de cualquier ventana y, con mayor probabilidad y acierto, una cucaracha muerta de hace días afectada por cualquier líquido nocivo. Se reía. Se mofaban todos de mí por no ser capaz de celebrar la vida, y encadenarme a una red de pensamientos plantados por otras manos, y sueños arrancados por las mías. Boquiabierta, me fui sintiendo cada segundo que pasaba más y más vulnerable.
Súbitamente y sin dar muchas más vueltas a nada de lo que estaba haciendo mi cuerpo, cambié mi recorrido por completo, dejé de mirar a la familia, aunque no tuviese cabida otra imagen en mi cerebro que no fuese ese vuelo contoneante y esos picos a medio desarrollar moviéndose sin parar. Miré mis manos, hinchadas y morenas de todo el sol que llevaban recibiendo desde que decidí partir, y sin mucho pensarlo las apreté clavándome las uñas en las palmas. Un par de lágrimas salieron de ellas, como lo hicieron de mis ojos. Entonces miré al cielo, y eché a volar. El pájaro empezó a importar.

Aurora Hernández
@liveaboutit
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