cuento sobre tristeza soledad mar recuerdos

Post meridiem

Miró la pantalla del celular y luego clavó los ojos en las furiosas olas del atardecer. 

5:47 p.m.

El mar bramaba rosado y gris. La sola idea de verlo era una necesidad que le causaba tristeza, como si estuviera balanceándose en el umbral de las emociones más profundas, añejas y delicadas de su completa existencia. Como si el mar fuese lo primero y lo último que contemplase en su vida. Rompía el mar, fuerte. Retrocedía en ruidoso silencio haciéndose inmenso, enorme. Inconmensurablemente hermoso. Desordenado, frenético. Retrocedía.

Y rompía el mar de nuevo. 

Se sentó en la banca, la misma donde se sentaba hace cuatro meses atrás, se quitó los zapatos, las medias y tocó apenas el piso del malecón con los dedos desnudos. Las gaviotas revoloteaban, ordenándose para irse a las islas guaneras. Volvió la mirada a lo mundano, lo conocido, la intransigente habitualidad. Con la oreja izquierda apuntando hacia el mar, el cuerpo lo llevó a ver a la gente que estaba rondando por el muelle a esa hora. Había pocas personas alrededor: vendedores de barquillos, guargüeros y alfajores secos sentados bajo los postes blancos; parejas apoyadas en la baranda del muelle; pescadores desamarrando redes, mirando con el ceño fruncido los vaivenes del agua, los caminos de espuma salpicando por todo el alrededor. 

A los pocos segundos, por el lado contrario, Sebastián llegó y se sentó a su lado derecho, como ya era costumbre hacía un par de semanas atrás. Se sonrieron tímidamente. No hablaron más. 

En sus miradas, olas.

5:54 p.m.

Lo que pasaba era que no podía soportar sentir el nudo entre el corazón y la garganta, ese que se transforma rápidamente en un dolor puntiagudo, ácido y dulzón, que dura tan solo unos segundos y nos lleva a la más breve, abyecta y profunda sensación de soledad. 

Pasaron los minutos, pasaron todos los entrañables colores. El sol se desprendía hacia su inevitable destino, la línea difusa del horizonte que mezcla las ondas preciosas del mar y junta las luces de lo eternamente divino. Cada vez más intensa su luz. Naranja, violeta, amarillo, fucsia, verde. El aire con sabor a atardecer. El agua reventando en espuma cremosa.

Sebastián se sentaba al lado del hombre que no quería volver a ver el atardecer solo, nunca más.

Sabía que en ese momento debía contener el inmenso peso de una melancolía ajena. Flaquito, su mochila colgaba incómoda en su espalda. Nadie dijo nada, no pensaron absolutamente una sola idea. 

6:05 p.m.

Un corto suspiro rompió la perplejidad. Miró a Sebastián y sonrió de vuelta. 

Se levantaron con cuidado. Personas pululaban por el muelle. Olía húmedo y mohoso.

—Te debía 20 de la vez pasada, ¿no? —le preguntó mientras buscaba su billetera.

Sebastián asintió. El viento marino le revolvía el cabello y se metía por entre los lentes rayados.

Le dio los dos billetes sin mirarle a los ojos.

—Gracias. ¿Te jalo a algún lado? 

Se colocaba las medias lentamente. Sebastián negó.

—Hasta la próxima, señor Arturo.

—Aún no sé cómo serán mis tardes en el trabajo, la Junta ha querido reunirse cada puto día —se arregló el jean y cargó su maletín con papeles a punto de volarse en el viento del muelle —, pero te escribo cuando tenga la tarde libre.

—No se preocupe, me avisa si va a tomar el servicio con un par de días de anticipación para coordinar la hora de encuentro.

—Antes de que te vayas —se lleva el dedo índice a la cabeza, como queriéndose rascar—, preferiría que sea a total discreción.

—¿Cómo dice? 

—Que mejor no le comentes a nadie.

Sebastián sonríe ligeramente, le mira y se va.

Arturo lo vio con extrañeza mientras se iba caminando por la derecha del muelle hasta desaparecer. Ya era una noche de incipiente oscuridad. El mar se confundía con el cielo.

“Ese chibolo es un genio. O un maldito loco…”

6:19 p.m.

Entró a su carro, dejó atrás su maletín entre todos los folders arrugados y folletines gruesos doblados por la mitad, encendió el motor, adelantó su asiento, llevó su cuerpo con fuerza y rozó con su cabeza la cruz que colgaba al lado de la foto de su hija, al lado del retrovisor. Cruz que días después volaría como una loca ráfaga a 120 km/h a lo largo de toda una pista solitaria, ventanas abajo, moviéndose con la brisa eléctrica, yendo a ningún lado, o quizá a todos, para luego sentir un profundo e inevitable amor por todo el alrededor más próximo: los vientos y las olas y las espumas y las ausencias y los últimos colores del sol atravesándolo por la ventana, sujetando su cuerpo, balanceándolo en el umbral de las emociones más profundas, añejas y delicadas de su completa existencia. Sería ahí, en ese eterno segundo, donde entendería finalmente que ya nada más de lo que viva, aunque sea lo más añorado, deseado o hermoso, podría lograr llegar a tener jamás ni un maldito sentido.

andrea crigna escritora poeta

Andrea Crigna
@ukis_crigna
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