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Día de playa

––Vengan, miren.

Acudimos a la orilla tras su llamado. Jimena estaba de cuclillas, mirando la arena burbujeante tras el furioso rastro de la espuma marina. Marcelo apenas podía gatear; yo, encorvada, lo llevaba de ambas manos, levantándolo de la arena húmeda, sorteando su pequeño cuerpo y esquivando algas y descoloridas bolsas de plástico. 

Los muy muy aparecían como mágicos seres submarinos que volvían a esconderse en cuestión de segundos. Jimena hacía bolas de arena y las dejaba caer mientras esperaba sin mucha indiscreción el romper de la siguiente ola y que salieran nuevamente los bichos. Marcelo zapateaba el aire cuando lo alzaba sobre el pequeño montículo. Mamá anunciaba a lo lejos que era hora de irnos, desarmando la sombrilla destartalada. El viento empezaba a ser constante: ya pasarían las ballenas.

El llamado de la señora de los guargüeros anunciaba el fin del día de playa. Mi máxima felicidad era cuando mamá volteaba hacia ella –caminando de blanco con su cesta de mimbre– y agitaba su camisón, esperando que la viera a lo lejos. Cuando solíamos venir más seguido, que era aún con papá, mamá se metía al mar tanto rato que pensábamos que no volvería a salir más. Marcelo no existía en ese entonces, solo estábamos Jimena y yo sentados por la orilla, mirando a los muy muy, esperando por ella.

Dejamos que la última ola nos mojara a los tres por completo y regresamos donde mamá. Allí, parados mirando al mar, envueltos en toallas, tiritando y comiendo cada uno su guagüero, mientras mamá cambiaba a Marcelo, sentí un pequeño golpe en la garganta, algo que entendería luego de muchos años de desasosiego, Prozac y algunos días rumiantes.

Ahora Marcelo me trajo un americano aguado de máquina, esos que sirven en las oficinas, universidades y aparentemente ahora en algunos velatorios de renombre. Con tanta plata que hacen, sería absurdo que no haya acá una de esas de Nescafé, o qué se yo. “No quedaban removedores”, se disculpa mientras me pierdo en las pequeñas burbujas cremosas en la superficie del café, dando vueltas, simulando la creación de una pequeña galaxia. Mientras imagino cómo va bajando lentamente el azúcar, donde reposaría pronto y sin sentido en el fondo del vaso de cartón, no puedo evitar sentir un golpe en la garganta. Es que no recuerdo si esa vez pasaron las ballenas.

andrea crigna escritora poeta

Andrea Crigna
@ukis_crigna
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