cuento sobre muerte familia libros biblioteca recuerdos cortazar

Palabras abiertas

Seis meses después, me junté con papá y me dijo que pensaba poner unos ahorros suyos en un crédito de no sé qué cosa para intentar cambiar el auto, si es que tenía suerte. Al otro día, mientras venía de la panadería con una bolsa de facturas en mano, un paro cardíaco repentino se lo llevó puesto y así donde estaba, en medio de la calle camino a casa, cayó muerto y desplomado. Lo último que llegó a hacer, vi después, fue intentar tramitar ese dichoso crédito que terminó por costarle la vida. Con algo de esa plata lo velamos a la semana siguiente en ese local mal ubicado de calle 25 de mayo al 3245, y cuando apareció el coche fúnebre tuvo problemas para entrar al garage y nos tocó ver cómo los que venían atrás lo llenaban de bocinazos e insultos al chofer y a mi viejo, o mejor dicho, al fiambre de mi viejo. Después salimos al cementerio y cuando llegamos, mientras lo iban bajando a tierra, se pelaron los mosquitos y tuvimos que disparar de ahí, con el ataúd a medio enterrar y con el aroma de las flores mezclado con el del repelente barato.

Yo sé que a papá no le hubiese gustado nada de todo eso y me arrepiento de no hacerle caso en su momento. Me acuerdo de que hace unos años estaba conmigo pelando unas papas y así filosofando espontáneamente me dijo que preferiría que lo cremaran, porque era menos caro (mentira) y porque era menos quilombo emocional para todos nosotros, que antes que tener que ver al muerto podíamos tirar las cenizas a la mierda y listo. Al final lo terminamos velando porque a Rodrigo de repente le surgió el espíritu santo de adentro y su mamá quería terminar de despedirlo como corresponde. Cómo no lo vamos a velar a tu papá si tenemos que reunir a toda la familia y rezarlo para que Dios lo perdone; y yo diciendo que no, María Eugenia, porque papá nunca fue el mejor de los cristianos y pensaba que Dios y todos sus santos se podían ir bien a freír churro y otras cosas en realidad más graves. Pero bueno. Desde que murió todavía siento que se me fue el mundo, y aún me andan dando vueltas asuntos en mi vida que no me dejan terminar de empezar el duelo y que no me hagan acordar con bastante violencia que el tipo efectivamente ya no está, que se fue para arriba o quizá para abajo, quién sabe.

Entre la hermanada todavía estamos a los malabares viendo qué hacer con su casa y lo de adentro. Mariana dice de venderla, de hacerla plata, y los tres estamos de acuerdo; el tema es que nadie quiere hacerse cargo porque la herida todavía está muy abierta y duele. La tía Luchi sugiere que quizá podríamos ganarnos unos ingresos pasivos si la metemos en alquiler, pero honestamente ninguno tiene el ímpetu ni las ganas como para ponerse las pilas y levantar el lugar, que está hecho una desgracia que hay que verla. Yo digo que por ahora nos dejemos de joder. En el laburo me están descosiendo la cabeza desde hace meses y no encuentro todavía un buen momento para resolver todo esto, aunque no porque estén siendo malos conmigo o porque sea difícil; pasa que cuando uno es asalariado y laburante en relación de dependencia nadie quiere tener en cuenta que el que se te muera el viejo no es como enfermarse y que un par de días no alcanzan para procesarlo. No creo, de hecho, que el tiempo y la muerte puedan ir juntas, pero acá estamos. Cada tanto nos vamos turnando para de a poco sacar algunas cosas e ir limpiando el inmueble. Ayer por ejemplo Rodrigo juntó el lavarropas y me lo va a traer a mí. Mariana anda revisando toda la vajilla y yo, que ahora mismo estoy con una cuestión de apego importante, todavía no puedo decidir dónde ubicar unos plantines. 

El problema serio era que los tres estábamos evitando a toda costa entrar al estudio. En el resto de la casa no había drama; yo estuve una vez en la pieza de papá sin que se me mueva un pelo, y eso que está llena de su ropa, o de las fotos nuestras y suyas por todos lados, o de los recuerditos que le encantaba quedarse. No, el problema era el estudio. Papá estaba todo el tiempo metido ahí, laburando y leyendo, así que ese lugar quedó más lleno de él que cualquier otro rincón de la casa y eso nos aterraba. Ahí quedaron sus pantuflas, los dibujos que le hacíamos de chiquitos, la polera gastada que siempre usaba, la taza mugrienta y manchada de café, la cafetera, y la enorme biblioteca, que en los últimos tiempos ya no daba más de llena y había libros hasta en el piso. Inevitablemente, los tres sabíamos que iba a llegar un momento en el que no quedase nada más que revisar en la casa y entonces habría que entrar ahí, pero nadie quería ser el primero. Mamá intentó convencerme diciendo que quizá podía sacar algo de valor y que si me apuraba la plata era para mí, actitud que me pareció una forrada tremenda. El tío Coco, bastante más avivado, me escribió un día y me pidió que por favor fuera a la casa y buscara, de entre la catarata de libros de la biblioteca, un álbum de fotos de nosequé año porque en ese álbum él sabía que estaban unas fotos hermosas de mi viejo que quería guardarse y digitalizar para toda la familia, y al fin me convenció (con la peor de las ondas, pero me convenció). Me reuní a los días con él y me contó más o menos qué onda con todo eso, y me contó también de los libros de papá, que a mí no me interesaban. Hay un montón de cosas importantes dijo; y yo que soy oficinista a medio pelo de qué me van a servir, le contesté; me dijo que quizá todo eso me iba a servir para leer un poco más, que mal no me iba a venir y qué sé yo. Yo sí sabía, desde hace un montón, que los libros esos estaban todos invadidos por las marcas de mi viejo, que los llenaba de tinta para tener todo siempre a mano y eso un poco me disgustaba. Entonces mi tío comentó que en realidad así era mejor, porque iba a poder verlo a él, como encontrarmeló en todo eso que había leído.

Así que a los pocos días entré. El lugar despedía una baranda a encierro como para morirse igual a papá y ahí estaba todo: las pantuflas, los dibujos, la polera, la taza, la cafetera, la biblioteca y los malditos libros. En el último tiempo se había puesto peor, porque al tipo se ve que le agarró la locura de la jubilación y comenzó a comprar papel a dos manos y ahora el estudio estaba más atiborrado de libros que nunca, encolumnados con el permiso de la gravedad hasta el techo. Qué manera de gastar plata, pensaba mientras intentaba pasar entre esas pilas que no quería ni mirar. Mi negación se transformó en bronca; me daba bronca estar ahí, y más bronca todavía me agarraba de pensar en todo lo que iba a tener que laburar para encontrar el dichoso álbum entre los otros cinco mil setecientos ochenta y tres libros. Después de un rato, y visto que seguir refunfuñando no me iba a resolver el problema, me puse a tirar abajo las torres y ver qué hacer con todo eso.

Hay de todo ahí. Todavía estoy pensando en dónde enchufar la mayoría de las cosas porque con Pizarnik, Onetti y Aira todo bien, vengan sus libros a casa, pero qué hago yo con una publicación suelta del centro de investigaciones en antropología comparada de 1993 es una pregunta que hay que hacerse. Así que fui tirando cachivaches a dos manos y estuve toda una semana intentando poner orden en el estudio y la biblioteca, pero a cada libro que organizaba aparecía otro (otra publicación infumable de alguna disciplina infumable) que me rompía todos los esquemas y de repente me entraban unas ganas de que papá volviera a la vida nomás para cagarlo bien a bollos por gastar tanto en giladas así, y terminaba pensando en qué viejo de mierda, loco, mirá si vas a seguir comprando libros en vez de arreglar la pérdida que tenés en el inodoro. 

Al penúltimo día que pasé por ahí apareció el coso este de Cortázar que a papá le gustaba. Igual que los otros, básicamente está repleto de marcas y cuando uno lo abre lo que se encuentra es toda la primera página llena de anotaciones; hasta sumas y restas tiene, andá a saber para qué las necesitó. Más allá de eso, tiene la diferencia de ser uno de los muchos libros que recibió en sus cumpleaños, y más precisamente aún, el único que le regalamos entre los tres hermanos. Se ve que desde entonces el tipo no dejó de darle vueltas. Te queremos mucho papá, decían y firmaban sus tres hijos: Rodrigo, Mariana y yo. Un poco más abajo de eso papá agregó una respuesta a la dedicatoria que los quiero infinito dice, y en ese momento me entró a doler un montón el pecho porque ese pedazo de papel otra vez me hacía acordar de que estaba muerto, de que no estaba conmigo, y me largué a llorar. Me largué a llorar ahí mismo, en el piso, porque otra vez esa sensación de que me había dejado me invadía, porque sabía que ahora mi vida entera era un poco más chiquita y que yo me quedé mucho más a la deriva sin saber qué carajo hacer, sin tenerlo a mi viejo para preguntarle o para pedirle o para sacarle algún consejo al paso y que me dijera que todo está bien o que no hiciera tanto escándalo, que la cosa no es para tanto y después reírnos como siempre nos reíamos. Nada. Otra vez volvía a tener nada. Me rodeaban sus recuerdos, pero él no, y en ese silencio y en esa ausencia que me quedó desde que se fue yo me sentí una pobre basura.

Una pobre basura rodeada de papel, porque todavía me encerraba la biblioteca y todavía tenía el libro en mis manos. Con la cara hinchadísima de llorar lo abrí y me puse a ojearlo. Ahí lo tenía, como decía el tío Coco, a mi viejo: en todos sus garabatos, en todas sus palabras, en los dibujitos que armaba para explicar eso que leía, en los corchetes todos chuecos que intentaba para señalar las cosas que le iban interesando, y así. En uno de esos leo una nota, al azar, que no entiendo; paso a la siguiente, y a la siguiente, y no termino más porque se ve que él siempre leía con todo lo que estudió en mente y yo de esos temas nunca entendí nada. Me puse a balbucear nombres de personas que nunca escuché mientras me preguntaba qué eran todas esas palabras abiertas y difíciles que me estaban alejando de mi viejo y que no me ayudaban a entender qué es lo que quería decir, por qué se volcaba como lo hacía en el papel. Paso a otra página. Ahí queda la última nota, que se moja sin querer con una de mis lágrimas. Papá escribe que lo que escribe Cortázar acaba renovando las convenciones tradicionales de la narrativa, y por fin (¡por fin!) hay algo que comienzo a entender. Solamente quisiera saber por qué valdría la pena todo esa vorágine de anotaciones.

Vuelvo a dar vueltas por el libro, que se me va aligerando. Abro una página cualquiera y en una esquina, en letra que apenas puedo leer, encuentro que eso es así porque pensar con las categorías de análisis tradicionales no alcanza, que hay que buscar algo más. Una referencia me manda veinte páginas más adelante; en un círculo rojo gigante se dice que si no entendiendo de categorías piense en palabras, en cómo Cortázar te hace creer una cosa y después resulta en otra, en cómo sus cuentos no terminarían de ser cuentos y que vaya a la página cincuenta y seis. Hago caso. Muevo las hojas y encuentro un listado que desglosa un montón de ejemplos del libro y entonces lo sigo recorriendo y sigo encontrando todo lo que papá había dejado, todo ese cariño por lo que hacía y por lo que amaba que yo nunca entendí; ese amor por los libros, por la biblioteca, por la polera, por la cafetera, por la taza, por los dibujos, por la casa que se caía a pedazos y por los tres hijos de los cuales uno agarraba la tapa de su libro favorito, que lo manda de vuelta a su primera página, donde mi viejo me dice que nos quiere infinito pero no sé si cerrarlo así me convence, siento que la conclusión sobre el final se empieza a apresurar bastante y todavía hay términos que me confunden. ¿Vos qué opinás?

—Me gusta –le contestó ella–. El juego es claro y a la escucha es agradable; me imagino que leído debe ser incluso mejor. Sí me hace un poco de ruido la introducción; no termino de entender qué es lo que buscás.

—Mi idea es llevar el relato a los saltos, que parezca lo más oral posible –dijo el primero–. Con la introducción pretendo simular una conversación de la manera más natural que me salió hasta ahora, pero además es una conversación que empieza in media res. 

—¿Entonces la participación de Cortázar es intencional, no? –preguntó la segunda.

—Absolutamente –respondió el otro.

—Después de eso siguieron hablando un poco más de ese cuento. La editora le dijo que se fije si al final, cuando vuelve a enumerar los objetos del estudio del padre, el orden en el que los estaba repitiendo era el correcto y el chico le dijo que creía que sí. Antes de irse pasaron a otras cosas; se quedaron quizá unos quince o veinte minutos más y después se fueron. Viste que a mí no me gusta prejuzgar a la gente, pero el muchacho escritor tenía pinta de no andar muy bien económicamente. Igual, en un momento sacó de su billetera unos pesos y te dejó propina. La otra andaba muy bien vestida, si vos me preguntás, y así como estaba no aportó nada.

—A veces me sorprende la memoria que tenés, Clarisa –le digo–. ¿Vas a querer algo más?

Me hace un gesto negativo con la cabeza y me deja los últimos billetes de su pago. Después se va, última, entre todos los clientes del día. La cafetería queda sola conmigo adentro; no queda nadie, y no queda nada.

Alejandro Kosak
La biblioteca de arena
Leer sus escritos

Una respuesta a “Palabras abiertas”

  1. Tu relato es emocionante hasta los tuétanos. Dije bien: emocionante. La historia de mi viejo fue distinta, lo más doloroso no fue dejar sus cosas materiales. De hecho, tengo su enorme biblioteca, una pieza de mobiliario que compró cuando yo era un chiquilín, y que siempre me llenó de orgullo: papá trajo a casa lo más copado, y yo no me lo quise perder, fue traerme a mi hogar lo que siempre quise. Tampoco fue problema para mis hermanas que, con mi absoluta aprobación, se quedaron con otras cosas que quisieron o necesitaron.

    Pero ellas vivían con papá. Yo ya me había ido de casa, recibido y casado. Como él quiso. Como siempre aspiró. Hasta que, una tarde, mis hermanas lo encontraron en la cama donde siempre dormía. Como no respondía, lo sacudieron. Pero había pasado de un sueño al otro. Yo me enteré varias horas más tarde. Cuando llegué, no solo lo encontré igual que mis hermanas, también sentí un dolor desgarrador al comprobar que no pude hacer nada, nada, nada. Ni siquiera estar cerca de él en ese momento.

    Mi duelo me llevó siete años. Siete años en los que pasaron cosas buenas, malas, mediocres, alegrías, tristezas. Pero siempre con ese luto allá en el fondo. Me costó llegar al momento en el que Dios me iluminó y me dio «permiso» para soltarlo.

    Tratá de dejarlo ir. Es duro decirlo, pero tenés que hacerlo. Por vos, y por él.

    Le gusta a 1 persona

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Búsqueda avanzada

Entradas relacionadas