Sus brazos sobre el pecho.
Sus manos descansan en cruz
señalizando:
«He aquí el corazón putrefacto».
El cementerio es un lugar frío, pensé. No creo que le agrade a él, que iba de aquí para allá envuelto en aquella colcha vieja, tan vieja como él.
Recuerdo que de él decían que siempre había sido friolento, y que de niño sus padres lo mandaban a vender leche al pueblo, y que de vez en cuando confundía «fr» con «v». Ahora yo, de pie, sobre su tumba estoy, a sabiendas de que su cuerpo medio descompuesto yace a escasos metros por debajo de mis plantas; plantas descalzas que de repente cobran vida propia y me guían en una danza; danza al ritmo de la música que suena en mi cabeza; una cabeza inútil, irreverente, terca, que no pierde la memoria, pero tampoco las ganas de bailar la vida; esa vida a la que me aferro como náufrago a su tabla en la deriva.
Mi ritual termina así: contemplo la lápida tallada y acaricio el apellido; apellido que un día también fue mío. Le hablo al nombre que está escrito, a los huesos de ese nombre, o a sus dientes, o a sus uñas, o a su escaso pelo de platino, o a sus gusanos…
A lo que sea que quede de él, le digo: «Aquí queda desterrado todo mi odio».
Ahora puedo
ser feliz.

Letty Cantalapiedra
@lettisuca
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