Mientras las moscas revolotean alrededor del foco amarillento, la luz salpica irregularmente toda la habitación y nadie puede esconderse de ella, ni siquiera con el resguardo de las paredes o de sus propios brazos. Todo es visible, perfectamente visible «Tsk», porque está tan silencioso alrededor de la mesa que parece la antesala de un velorio, por más que tampoco sea posible estarse callado en realidad. Pérez roza su dedo contra una grieta en la madera una y otra vez, con desdén y en repetición casi automática. La piel en contacto con la forma del agujero de la mesa y la fibra de pino dejan una sugerencia tosca y también delicada de sonido, que sólo se alcanza a escuchar desde muy de cerca «Tsk», como está Lizárraga.
Ella mira en dirección a la puerta y se pierde con los rumores que llegan de la calle e intenta no dormirse. Imposible saber qué piensa. Lo único que la sobresalta de tanto en tanto es la proliferación de las pisadas y el rechinar de los zapatos contra los azulejos del suelo al otro lado del muro, que la hacen bufar en desesperación. A veces necesita acomodarse mejor en su silla porque está muy pesada del embarazo «Tsk» y seguramente le vendría mejor acostarse en el piso, igual a Soria. Él está contra una de las esquinas de la habitación y tararea unas músicas. Trata de no moverse mucho porque la cintura todavía le duele, aunque eso no lo detiene de marcarse a sí mismo el compás con los dedos, una pulsación delicada detrás de otra.
En frente suyo y también en el suelo está Gómez, que si consigue reconocer la melodía la acompaña con susurros. Caso contrario, vuelve a erguirse sobre sí mismo y a recorrer la forma de sus zapatos con la mano o a mirar el paquete vacío de galletitas que le compraron con el dinero que le dio Pagni, la benéfica del grupo; «Tsk» en lo que va de la semana ella ya repartió noventa pesos para tres personas. Llegó con ciento setenta y cuatro mil encima, que esconde en su ropa interior y que cuando los saca deja escuchar el roce del papel moneda contra la tela del corpiño. Con unos cálculos rudimentarios resulta que debe de haber compartido al menos, y como mínimo, unos ciento ochenta pesos a todos los presentes.
Y eso sólo considerando a los que ahora ocupan la habitación, a los que se dejan escuchar. A Nuñez «Tsk» es a quien más debe de haberle regalado, porque las dos son las que más tiempo estuvieron. Ella es la única veinteañera del lugar y desde hace días se oculta la cara detrás del pelo negro. También repite la misma posición que desde entonces: las rodillas una contra otra y las piernas hacia los lados; no puede dejar de temblar y la fricción de la piel contra el asiento hace rechinar el metal viejo donde se sienta.
«Tsk»
«Tsk»
De repente la puerta pesada se abre y todos acometen al sobresalto y a la expectativa. Nuñez se levanta con la costumbre y la creencia de que van a volver a llevársela a hacer cosas, pero no es así; unos caminares ansiosos que se sienten desde afuera dan a entender que algo distinto está por pasar.
Entra el bigotudo de la oficina de la izquierda, ese que nomás aparece en esta clase de situaciones. Pérez, sin dejar de pasar el dedo por la mesa, lo mira y después escucha la pronunciación equivocada de su nombre; se queja moderadamente, consuela a Nuñez para que se siente, y se retira de la mesa. Lo están esperando del otro lado, pero él finge demorarse un poco para acomodarse la ropa y, cuando se asegura de que nadie le presta atención, apoya su mano sobre mi hombro para confiarme en voz baja:
—Soy boleta, Pablo.
Después se lo llevan.
Alrededor de la mesa las miradas llueven sobre mí mientras intento con toda la dificultad del mundo encender el último cigarrillo. Le doy con insistencia a la perilla con la esperanza de ignorar los pasos sobre el pasillo, que se alejan, y el motor de la camioneta que ruge desde afuera. Y me doy cuenta de que no sé si el encendedor se rompió, si voy a volver a escuchar las revoluciones del vehículo, o si existe todavía el amparo de Dios en este mundo.
Poco después, el bigotudo vuelve y le escucho palabrear mal un apellido:
—Slobodianiuk.
Y es el mío.
Cuando me sacan de la sala hacia los salones contiguos está todo oscuro y frío, pese a la noche de verano. El bigotudo me acompaña por el hall central y de ahí hasta el sótano. Me entero de que es medianoche porque en una radio, a la distancia, suena el himno nacional y decido bajar las escaleras silbándolo. Me está esperando el de las llaves y ni de Pérez ni de nadie más hay rastro. Me cubren los ojos con el mismo paño negro del otro día y me esposan las manos, en las que todavía llevo el cigarrillo y el encendedor. Cuando paso a la sala, puedo sentir desde lo oscuro que sigo sin estar solo y que las moscas revolotean alrededor del foco.
Me llevo el cigarrillo a la boca.
«Tsk»

Alejandro Kosak
La biblioteca de arena
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