De niños descubríamos tesoros
bajo las sombras de los álamos
porque acompañábamos a los hombres
que conocían la Tierra.
Les ayudamos a construir,
a vender,
a plantar…
Sin pedirlo,
sin pensarlo,
sin quererlo…
Sin cobrar.
Sabían del fuego,
del aire,
del agua…
De la importancia de la quietud
para comprender la vida.
Sabían del ritmo lento de los arroyos
y de cómo dormir a la intemperie.
Habían construido chozos con argamasa
y alimentado a sus familias con escasez,
con beligerancia,
con dureza…
Como las vidas de sus madres.
Por eso no nos entendieron cuando los cuestionamos,
cuando medimos su aliento en las tabernas
y alzamos la voz en fríos febreros de cartón.
Quizás esperaban demasiado de nosotros,
jóvenes que cambiarían el mundo
y lo harían más justo,
más libre,
más todo…
Y quizás lo hemos conseguido…
Aunque hayamos horadado
la Tierra que heredamos
con senderos excavados
por el hedonismo y la prisa.

Juan Carlos Ruiz Redondo
@jcruizredondo
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