Si yo no fuera yo y fuera en mi lugar otro. Vi esto escrito en alguna parte. Si yo no fuera yo y fuera en mi lugar otro. ¿Pero en dónde lo vi? Si yo no fuera yo, si yo no fuera yo, si yo no fuera yo. ¿O será que lo escuché en la calle? Si fuera en mi lugar otro. ¿Lo habré leído en alguna revista? Si yo —quizás se atravesó en una película, en un grafiti detrás de Daniel Day Lewis— fuera otro. No sé, no lo recuerdo. Al menos estoy seguro de que no salió de la boca de ningún presidente. Es una frase demasiado larga. Llevo mucho rato aquí acostado y ya la he repetido demasiadas veces. Tantas que ha dejado de tener sentido. Si yabiri nobiru fufifi falibu lalilolu otro. Y me duele el culo. En todo el día no he movido un dedo.
Desperté esta mañana tras un sueño que me dejó inmovilizado. La cosa es que tampoco recuerdo el sueño. Solo sé que había dos protagonistas: Seamus Heany y Fernando Pessoa. Imagino que hablaban, aunque no sé de qué. Por la manera en que estaban gesticulando me quedó claro que se entendían. Aun así, no sé qué era eso que los hacía reír tanto. Porque acabo de recordar que se reían. Podría ser romántico y decir que hablaban de poesía, pero eso me parece inverosímil. El sueño es mío y yo no sé nada de poesía, además, hay cosas que me interesan más. Esto lo digo porque yo no soy ningún poeta. Soy cineasta, o al menos quiero serlo. Mi director favorito es Wong Kar Wai y el que menos me gusta es un amigo mío que se llama Freddy López López. Nunca ha dirigido ningún largometraje, pero ya se ve que con ese nombre no va a llegar muy lejos. El caso es que con todo y que no me gusta la poesía, soñé con Heany y con Pessoa. Debo de tenerlos incrustados en la memoria de tanto que escucho hablar de ellos. Esto es lo que pasa cuando se vive con un poeta. Mi poeta se llama José Alfredo, pero a él no le gusta que lo llamen por su nombre, así que nos pide a todos que usemos su apellido: Torres. Todo el mundo le dice Torres. Y yo ya estoy harto de él. Ni siquiera sé por qué no me he largado. Ya han pasado tres meses, quizás más. No lo sé. Hoy estoy fatal. No me acuerdo de nada.
En un principio vine a Pamplona para regar las cenizas de mi hermano mayor. No todas, solo la última mitad. La primera la desperdigamos en la playa de Chelém, porque ahí pasábamos lo veranos y él siempre estaba tranquilo con el mar de frente. Ahora se ha vuelto mar. Mar y arena. Un viento se llevó una parte de su cal. Esta terminó en la arena. Y él odiaba la arena, así que no fue un momento muy lindo que digamos. Aunque en el fondo a nadie le importó mucho. En unos años el mar se comerá esa playa y Chucho será todo mar. Bueno, no todo, porque la otra mitad la vine a tirar aquí a Pamplona. Torres era el compañero de piso de Chucho cuando estaba en la universidad. Ambos estudiaron literatura porque querían ser escritores que pusieran el nombre de México y de toda Latinoamérica en alto, como Rulfo y esos. Alguna vez leí lo que escribía mi hermano. Era completamente desolador. Eso con sus cuentos. Su poesía era una locura, un ditirambo. Ni siquiera me voy a aventurar a explicarla, porque no quiero hablar más de poesía, con Torres tengo suficiente. La mayoría del tiempo estamos nosotros solos y cada que me lo cruzo tiene… no, debe hablarme del último poema que leyó. Y suele extenderse horas y horas. Una vez le dije que tenía que ir a masturbarme para que me dejara en paz. Aun así, le costó hacerlo. A veces viene su novia, Maite Rovira. Es demasiado guapa para él y suele ser muy pesada. Hace chistes que pocas veces cuelan, lo cual me da mucha lástima. Ahora le ha dado por nadar y no para de hablar de eso. Los dos me tienen harto, así que hoy no he querido salir ni por agua. Mejor así, para que no me den ganas ni de mear. Tampoco he comido. Le he estado dando vueltas al sueño y a aquella frase: Si yo no fuera yo y fuera en mi lugar otro. ¿Quién sería? Tal vez hubiese sido yo el literato. Tal vez sería Chucho el que estaría tirando mis cenizas en Madrid, que es donde realmente vivo, o en el patio de la casa de mis abuelos, donde tengo mis mejores recuerdos. La verdad es que no entiendo a mi hermano. ¿Cómo es que el tiempo que pasó con Torres fue el mejor de su vida? ¿Qué es lo que tiene esta ciudad que hace que te den ganas de ser su polvo?
Para parar de pensar un poco, le escribí a Leire. Ella es la única amiga que he hecho desde que llegué acá. Me la encontré vomitando detrás de un bar de jazz en la calle Calderería. Así la conocí. Iba caminando por ahí, plenamente borracho y enloquecido, cuando di vuelta en una esquina y la vi. No sé si fue la embriaguez o una de esas ocurrencias del destino, pero en lugar de continuar por donde iba, me quedé quieto y esperé a que terminara. Iba vestida toda de negro y la mancha verde de bilis en sus mangas le arruinaba el aire misterioso que con seguridad había elaborado detenidamente frente a un espejo antes de salir. Yo llevaba un pañuelo que le robé a Torres. Era un pañuelo que usaba alrededor del cuello y que lo hacía verse como un idiota. Se lo acerqué a Leire y ella lo tomó sin rechistar. Luego me dio las gracias. Estaba por irse cuando la detuve. Le pregunté su nombre. Me lo dio y yo le di el mío. Luego le pregunté si podía acompañarla a casa: ella era lo más interesante que me había ocurrido en un buen rato. Me dijo que sí, pero me advirtió que tenía gas pimienta por si tenía pensado hacer algo indebido. La dejé en su piso de Fuente del Hierro y le anuncié que yo no me estaba quedando muy lejos de ahí y, que si se le ofrecía cualquier cosa, que se presentara en Pintor Crispín 7C. Unos días después, me encontraba viendo Los Olvidados de Luis Buñuel cuando Torres tocó mi puerta y dijo que me buscaban. Para mi sorpresa ahí estaba Leire vestida con unos jeans rotos y una sudadera demasiado grande para su figura. Torres estaba detrás de mí analizando la situación, el muy metiche. Fue entonces que atisbé el pañuelo hecho bola en el puño de la chica. Así que le dije a Torres que me dejara solo y cerré la puerta. Cuando Leire me dijo que venía a dejarme el pañuelo, le propuse mejor salir a pasear y que nos emborracháramos hasta vomitar solo para manchar de nuevo el pañuelo de Torres. A ella le pareció todo muy gracioso y aceptó. A partir de esa noche nos hicimos amigos. Le conté sobre Torres, Maite y Chucho y ella me habló de su padre, que lleva un bar, y de su madre, que es maestra de instituto. Ahí me di cuenta de que Leire es una sabia y que, a pesar de ser estudiante de periodismo, bien podría ser filósofa o incluso una artista revolucionaria.
Cuando la llamé me contó que estaba doblando ropa, así que sin problema podría salir a verme. Y antes de colgar me dijo que nos viéramos en el pabellón de la ciudadela, frente a El primer beso de Jesús Eslava. No es por nada, pero esto me pareció una grata premonición. Leire es, entre muchas otras cosas, una mujer hermosa. Tiene un tipo de belleza sobrio, para nada deslumbrante. Es una belleza con la que se puede generar lazos de amistad sin que la abstinencia sea tortuosa. Constantemente le digo que se parece a Amanda Langlet o a Winona Ryder en los 90´s. Ella se ruboriza y me dice que estoy mal de la vista.
Nos sentamos frente a la escultura. Le hablé de la frase y del sueño.
—¿Crees que tengan algo en común? —me preguntó.
—Pues… todavía no recuerdo de dónde saqué la frase, pero sé que Pessoa usaba homónimos y que así lograba ser muchos otros.
—Bien. ¿Y Heany?
—Torres siempre habla de un poema que para él es “delicioso”, porque logra reflejar con “simple astucia” lo que es sentirse extranjero en la misma patria de la que uno viene.
—¿Cómo funciona eso?
—Heany creció en la única parte de Irlanda del Norte que era protestante, mientras que él y su familia eran católicos como lo es la mayoría en la República de Irlanda.
—¿No recuerdas el nombre del poema?
—¿Y para qué? Esas cosas no me interesan.
—¿Sabes? La poesía y el cine están muy unidos. Quizás para que seas un buen cineasta tendrías que leer más poesía.
—Leire, no digas pendejadas —le dije. Me dio una bofetada.
—A mí no me hablas así, gilipollas.
Le pedí perdón. Estuvimos un minuto sin decir nada, mirando la escultura y el cielo detrás de ella.
— ¿Sabes por qué te cité aquí? —preguntó.
—No, ¿por qué? —respondí haciéndome el tonto.
—Pues porque esta escultura no me gusta nada. Según el artista, el nombre de la obra debería intuirse con solo mirarla, y yo no estoy de acuerdo. A mí se me ocurrieron muchísimas cosas antes de pensar en un beso. Me dije que podría ser una cebra antes de ser devorada por un león, una M deforme que imita el estilo de las esculturas de Sebastián, dos relámpagos compaginándose, una flecha gorda atascada entre dos peñascos… No lo sé. ¿Tú qué piensas?
—¿En dónde chingados ves la cebra?
—Te hace falta imaginación. Para mí está clarísima.
—¿A dónde vas con todo esto?
—Yo qué sé. Todo es muchas cosas en uno, Amaro. Y muchas veces, hay cosas que no tienen nada que ver con las otras, pero que siguen estando ahí.
—¿Como la cebra?
—Ahí va. Como la cebra.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Como psicoanalista amateur, te propongo la siguiente interpretación onírica: lo que te pasa es que te sientes extranjero dentro de ti mismo, por eso recuerdas a esos dos poetas en específico y por eso repites tanto la misma frase. Es más, hasta me atrevería a decir que la frase te la sacaste de los cojones. Tú te la inventaste, pero no quieres aceptarlo porque eso implicaría admitir la otredad que sientes contigo mismo.
—Cuando lo pones así resulta demasiado obvio. Yo creo que es más complejo que eso.
—Y yo creo que eres un cobarde.

Paris Ramírez Acosta
@paris_ramirez_ac
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