Después de atravesar el llano recalentado por el calor y por el tiempo que ralla, cómo me gustaría estar sediento para beber el agua del pozo que apenas rompe la monotonía del horizonte.
Desearía extraer el pozal y hundir mi rostro en él, hasta ser también yo el propio cubo que alguien deja caer despacio por el túnel vertical hacia la superficie del agua, y oír el eco de las olas que levanto al entrar en el mar ínfimo cuando chocan contra las paredes húmedas, resbalosas y frías y oscuras que jamás han visto el sol ni conocen el calor.
Podría ser yo ese balde y bajar despacio, aún más, a través de la sombra y el frío y el silencio y el espejo inútil hasta traspasar ese falso límite de la superficie y llegar a la luz del otro lado que, secreta, espera al final de cada pasillo de tinieblas; y una vez allí, recobrar mi yo, con el que comenzar de nuevo, libre de recuerdos para continuar como si siempre fuese el principio.
Cuánto me gustaría volver a descubrir el mundo virgen que no pude ni podré delimitar: hasta que se acabe el tiempo, y tras el después-del-último-después, olvidarme de nuevo de mí y localizar, una vez más entre mis coordenadas cambiantes, el pozo que apenas se levanta en el extremo del páramo.
Al asomarme entonces a su vacío querría tener la boca seca para llenarla con el agua que extraiga con el balde; ese agua que la oscuridad siempre mantiene fresca, a pesar del calor, de los años y del tedio que tanto me rallan aquí fuera.
Por: Lluis López Sanz (España)
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