Sintió la libertad como un pequeño espasmo, sin percatarse del cambio radical que sufriría su vida.
A medida que aquella sensación —extraña y familiar— recorría su cuerpo, su mente se dio cuenta de las cosas en las que nunca había reparado: el juego de luces y sombras que rozaban el suelo, el dulce aroma del café recién hecho, el sonido de la lluvia que trae consigo historias; las emociones tocaban a su puerta, y en su puerto, su barco por fin tocaba tierra.
Dentro de su vivencia encontró calma y fuego, mientras su maleta se llenaba con ropas nuevas. Se dispuso a salir de la cotidianidad de sus actos, sintiendo el respiro de los viejos sueños, de las metas escondidas y de los deseos olvidados. Escuchó con atención el palpitar de su corazón. Había olvidado cómo sonaba, y más aún, cómo vivía.
No recordaba la memoria de las experiencias pasadas —tampoco tenía claro el destino de las futuras—, sin embargo, se embarcó en un viaje sin retorno y sin barreras, permitiéndose sentir lo que la vida quisiera que sintiera, aún si la vida misma se le arrebatara de las manos.
Y así fue, como entre viento y marea, olvidó lo que era un naufragio.
Y así fue, como junto a las estrellas, decidió vivir en la luna.
Y así fue… que se fue con el alma en el bolsillo.



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