Estaba sola, miraba un piano, buscaba inspiración pero no podía parar de pensar. “Las blancas son la vida, las negras son la muerte”. Tenía miedo, mucho miedo. Era hora de salir de la cajita de cristal en la que la habían metido hace ya bastante tiempo, pero cómo salir, si lo único que había aprendido allí adentro fue a bailar sin tropezar. Claro que bailar es lo que más quería en el mundo, pero moverse dentro de cuatro paredes de vidrio ya no era lo que quería. Quería vivir. Abrir el telón, arrancarlo, pisar las tablas de una vez, dejar que los reflectores la iluminen del todo, y perderle el miedo a el mundo.
Fluye una melodía. Sigue pensando. Resistiéndose a romper con todo de una maldita vez. Encontrarse da más temor que haberse perdido una y mil veces, sobre todo cuando para sentirse totalmente completa hay que salir, sobre todo cuando nadie le enseño cómo salir.
Dejo de oír. No de pensar. “Las blancas son la vida, las negras son la muerte”.
De repente los párpados se le cierran involuntariamente, una voz potente le susurra que no piense, que toque las teclas. Ella sigue las órdenes. A ojos que no ven, corazón que muere.



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