Éxito facilón, éxito de garrafón. A veces, en todas partes, cubriendo las verdades con su barniz de falsedad.
Polvo brillante que ciega el sentir, el respirar, el saborear, el palpitar. Nos obsesionamos con sus partículas preciosas, promesas de grandeza que nos esposan al miedo a fracasar. ¿Y qué hacemos aquí maniatados? ¿Acaso así se puede triunfar?

De pronto, un día, nos sacudimos de sus cristales, dejamos que la ropa luzca opaca, normal. Las moléculas de gloria y fama se marchitan sin que podamos contenerlas. Se deshacen los lazos que nos obligaban a mirar, a contemplar sin opinar. Y nos damos cuenta de que nunca hubo victoria. No así.
Nos recordamos erectos, célebres, creyéndonos reyes cuando apenas llegábamos a juglares.
Nos encontramos desnudos, mortales, sabiéndonos huérfanos de golpes de suerte.
Pero, ¿qué más da?
Éxito facilón, éxito de garrafón. A veces, en todas partes, cubriendo las verdades con su barniz de falsedad.

Confeti centelleante que oculta el esfuerzo, las noches en vela, los ayunos de inspiración, el hambre de reconocimiento, la sed de ideas, el interminable camino por un desierto solitario en el que solo existe uno y su inseguridad. ¿Por qué lo esconde? ¿Acaso sin él se puede triunfar?
De golpe, un día, nos vendamos las manos, con callo de tanto pelear, y nos curamos de sueños, de metas por cumplir. Dejamos que supure el miedo, que cicatrice la crítica, que resurja la emoción. Y nos damos cuenta de que nunca hubo una mayor victoria. No así.
Nos sabemos cansados, perdidos, creyéndonos pajes cuando solo fuimos soñadores.
Nos encontramos desnudos, mortales, sabiéndonos emancipados de cualquier azar.
Pero, ¿qué más da?
Ese es el verdadero éxito. El que nace de las heridas que nos dejó la vida, el que crece de los noes, el que madura con las caídas y el que nunca, nunca encuentra la muerte…
Éxito facilón, éxito de garrafón. A veces, en todas partes. Pero, en realidad, en ninguna.




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