Cualquiera diría al verme
que ha vuelto el calor de los días,
que nuevamente camino descalza
olvidando el nombre de mis heridas.
Cuanto más camino, menos entiendo,
avanzo desde el callo obstinado
de mis desaciertos lluviosos
que me impiden sostener mi peso.
Amanezco en el filo de otras
manos,
me desprendo a gajos de mi nombre,
olvido el color y el destello de mis ojos,
y me condeno al crepitar de un día siguiente.
Silencio cada una de mis
respuestas
cuando se viene abajo el desconsuelo
de mi cuerpo como precipicio volátil
que se llena de orificios cada vez que lloro.
Cuando miro atrás me veo tan
pequeña
entre cuatro paredes y sola,
latiendo en armonía con los detalles,
repasando cada centímetro de mi trinchera.
Ya no vuelvo por los rasguños filosos,
ni escondo el miedo a una nueva cicatriz,
respiro con fuerza entre los comienzos
y escribo cuando siento que debo escribir.
Me reservo el derecho de declarar desierto
el minuto en que me faltan las palabras
y cambio la cerradura de la nostalgia enredada
para sentirme cerca de mi propia advertencia.
Vengo de saberme insana, escasa, rota;
de exigir un minuto de silencio, un momento de calma.
No sé a dónde ir, a dónde llegar ni cómo moverme;
pero me queda tiempo: Voy a preparar mi coartada.