Discernir con la elegancia las formas lingüísticas que, al ser cuna de lo bello, desvelen lo fenoménico: el mundo, implica hurgar en todo aquello que yace bajo secreto de sumario por su naturaleza antiestética. Antinomia de lo que se pretende auténtico, pero necesario para dar cuenta de la totalidad de lo real: lo bello y lo feo/lo bueno y lo malo/el placer y el dolor/lo dulce y lo amargo; no son más que el dualismo necesario para dotar de identidad cada contrario.
Como vio Heráclito, sabemos qué es el frío porque tenemos experiencia del calor. De esta forma diríamos, con el filósofo de Éfeso, que todo acontecer lleva consigo un par antagónico en el que uno se muestra y el otro permite la comprensión de lo que ha aparecido.
Por ello, el uso elegante del lenguaje es una exigencia de este antagonismo que implica la belleza y la fealdad de lo percibido por el sujeto, y la función del cual es desvelarlo. Con este uso estético no estamos ocultando lo trágico, lo deleznable del mundo sino mirándolo y parafraseándolo con la locuacidad de quien siendo –el humano– crueldad es, a su vez sensibilidad. Todos llevamos un “Hulk” en nuestro interior, un monstruo verde iracundo que desata su rabia rasgándose sus vestiduras cuando su sensibilidad ha sido mancillada.



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